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julio
- agosto 2002
Nº 91/92

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Juan Antonio Bueno Álvarez
Carreteras secundarias
Carlos Guzmán Moncada
Al hacer el balance del año literario de 2001 en
España, decía el crítico Rafael Conte que la sensación
final que obtenía de ello era la de que se había tratado
"de una cosecha bastante mediocre". "España",
añadía, "se sigue autoconvenciendo de que va bien en
casi todo (salvo en literatura), mecida por las corrientes exteriores
y controlada casi por completo por los movimientos de un mercado que ni
siquiera es capaz de gobernarse a sí mismo." Debido en parte
a ello, recomendaba al lector huir "de todos los premios, que este
año se han acercado a su propia esencia social y comercial alejándose
más que nunca de la literatura de verdad". Y a continuación,
aún no sé si para confirmarlo o para desmentirlo, se ofrecía
una selección de autores y libros sobresalientes elegidos
y comentados por diversos críticos, entre los que se hallaban
Belén Gopegui, Manuel Longares, Eloy Tizón, Eduardo Mendoza,
Álvaro Pombo y Javier Cercas. Es decir, algunos de los escritores
que, medio año después, ese mismo mercado se ha encargado
de confirmar a lo largo de 2002 como algunas de las opciones comerciales
más rendibles de cara a un inminente y letárgico verano
peninsular. El "mar o montaña" de la literatura española,
engordado con las novedades que habrá dejado la Feria del Libro
de Madrid, hacia donde podrá dirigir sus pasos el lector estival
que esté dispuesto a dejarse conducir.
Lo que nadie comenta
A seis meses de distancia de ese balance anual, uno podría
preguntarse otra vez si en verdad la cosecha sigue siendo tan mediocre
como afirma Conte, o si desde entonces ha surgido algún prodigio
capaz de desquebrajar la autocomplacencia del mercado que no haya sido
engullido por la boca sin dientes de los premios. Sin embargo, hay otra
pregunta que, casi a modo de autocrítica, no he evitado plantearme
de cara a comentar una obra por encargo: ¿qué hacer con
los extendidos y densamente poblados valles literarios donde han montado
la tienda cientos de obras, entre novelas, libros de cuentos, memorias,
biografías y ensayos, hacinadas a lo largo de la carretera por
donde pasa a toda marcha el lector vacacional y que nadie comenta en esas
guías Michelin de la lectura que son los suplementos de verano?
Muchas de ellas, plantadas en la tierra seca de un paisaje sin relieves
desde hace más de un año, hacen aún el esfuerzo por
conservar en su sitio la faja azul o roja que las distingue como el "premio
local" o el acontecimiento editorial de la temporada anterior, en
espera del golpe de suerte, la cesión de derechos o la tempestad
mediática que las vuelva a editar, o bien del pinchazo que obligue
al lector-viajero a detenerse en sus páginas, aunque de ellas no
haya brotado más que un puñado de reseñas y aunque
tal vez no inspiren a ningún director de cine. ¿Tendría
algún sentido negarse a seguir la caravana que lleva a ese cielo
no raso que es la playa atestada donde van a insolarse los libros más
vendidos, dispuesto a pasar en cambio un verano literario en uno de esos
poblados casi perdidos, lejos del ruido de la autopista, contemplando
los discretos prodigios de una obra que ya no se reseña?
La respuesta parece muy sencilla: sí, si vale la
pena el viaje. Hagamos, pues, la prueba en uno de los numerosos pero casi
secretos poblados de esa planicie literaria. Se trata de la novela El
último viaje de Eliseo Guzmán, del igualmente poco conocido
Juan Antonio Bueno Álvarez (Barcelona, 1961). Para emprender el
camino quizá resulte inconveniente buscar la novela en los estantes
de una gran librería comercial: es del año pasado, así
que lo mejor será hurgar en una de viejo o en una biblioteca de
barrio, si la hay. De su autor, poco puedo decir más allá
de que tiene en su haber un par de novelas más: La verdad inútil
(Huerga y Fierro, 1999) y Las estrategias del bachiller (Edaf, 2001).
Éste, más lo que el lector lleve puesto, es todo el equipaje
de que se irá provisto al llegar a sus páginas. De entrada,
el lugar desconcierta al visitante acostumbrado a moverse en sitios populosos
y enormes pero estrechos de miras, como muchas novelas de folletín
que se escriben hoy día, porque esta obra recibe a su lector con
una apabullante explanada de casi cuatrocientas páginas, en cuyo
centro hay una casa en ruinas donde no pasa nada y donde casi nadie habla.
Vista desde fuera, la trama no puede resultar más común
y anodina: narra en dos días y las vísperas el regreso al
origen, a la casa paterna, del viejo terrateniente Eliseo Guzmán,
así como del núcleo humano que le es más inmediato
sus dos hijos, Tomás y Alfredo, a los que arrastra consigo,
como una sombra doble que odia al cuerpo al que imita. Es decir, por enésima
vez, la historia arquetípica del rey destronado que vuelve a contemplar
las ruinas de su imperio antes de convertirse en polvo, seguido por una
corte de fantasmas: dos hijos que, aunque no quieran, heredarán
su ruina uno inconforme pero pusilánime, otro cínico
y adulador, una hija condenada al exilio interior de su propia piel
por haberse dejado deshonrar, el fruto de su deshonra y, ajena a todo,
la reina enloquecida que sólo es capaz de ver su propio mundo con
los ojos cerrados. Un auténtico drama rural, una especie de Artemio
Cruz o Pedro Páramo al estilo andaluz, pero sin el descenso a las
llamas del mito y al laberinto circular del poder, sino sólo al
previsible infierno de los pueblos pequeños.
Una preocupación central
Esto a primera vista. No hay que dejarse atemorizar, sin
embargo, por un posible amago historicista, costumbrista o folclórico,
sobre todo al principio. Porque El último viaje de Eliseo Guzmán
tiene muy poco, por no decir que nada, de vuelta a las raíces de
un regionalismo poco desempolvado, ni de regurgitación de un franquismo
y una posguerra mal digeridos; tampoco tiene nada de aguafuerte goyesco
estampado en una camiseta de tienda de museo, con gitanos y brujas y toros
y peinetas. Es sobre todo un ambicioso ejercicio literario mantenido con
un rigor admirable por mucho que nos cansen sus cuestas empinadas
de páginas y páginas sin un punto y aparte, así como
sus voces trenzadas y sus tiempos mezclados vertiginosamente, nacido
de una preocupación central: cómo escribir una novela de
cuatrocientas páginas con unas cuantas frases, casi sin diálogos
directos y sin paréntesis narrativos ajenos a las conciencias de
los personajes, en donde lo que intenta decirse es justo lo que éstos
no han podido o querido verter en las palabras: el rencor, el odio, la
vergüenza, las mentiras asumidas, el amor humillado o el deseo consumido
en solitario a lo largo de toda una vida. Así pues, aunque en El
último viaje de Eliseo Guzmán esté presente la serranía
de Jaén como marco de encuadre, y aunque parte de los años
silenciados que se pudren dentro de cada personaje tengan que ver con
ese parque temático que se llama la posguerra, lo que Bueno Álvarez
ha intentado escribir son los silencios, los murmullos pensados por siete
personajes cuyas vidas habladas reunidas sólo en el puñado
de frases que han sido capaces de dirigirse no ocuparían más
que unas cuantas páginas. "Me despido de mí mismo y
de los míos", musita Eliseo Guzmán casi al final del
libro al oído del fantasma que ha deseado más tiempo, "porque
yo estoy en esta casa y en este pueblo, en ningún otro sitio, lo
demás ha sido exilio, vida del cuerpo, pero no del alma, porque
ya llevo veintiocho años muerto, Rosario". Regresar a esa
casa vacía a diluir tantos años sin vida en el chorro de
las palabras es el sentido último del viaje para ese Ulises sin
Ítaca y sin Troya que es Eliseo Guzmán.
Acostumbrado a ver surgir prodigios de temporada, el lector
que gusta de vacacionar en las playas atestadas de "los diez más
vendidos" poco tendrá que hacer inmerso en el silencio espeso
con que llenan sus bocas Tomás, Alfredo y María los
hijos de ese fallido Páramo que es Guzmán y, por lo demás,
tan parecidos en sus frustraciones a los viajeros que huyen cada verano
a disolver su propio tedio en el mar, y poco querrá saber
de ese infierno frío en el que arden el propio Eliseo y su mujer,
Salvadora, recordando su deseo insatisfecho, las muertes nunca vengadas,
el odio o el amor practicados sólo como defensa contra tiempo y
olvido. Pero también por eso este libro resiste en la intemperie,
un año después de haberse publicado, sumido en un paraje
con muy pocas visitas. Ajena al parloteo de los balances anuales y las
guías literarias, se alza esta casa habitada por siete voces y
sesenta años de silencios. Para quien baste con esto para emprender
la lectura, valdrá la pena el viaje.
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