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marzo
2002
Nº 87

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La mierda y la gramática
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
La mejor prueba de que en Colombia no se lee es que Vallejo
no haya sido abaleado todavía. Conociendo el temperamento colectivo
del país, esa mezcla de chovinismo ególatra, de orgullo
cursi y de total ausencia de ironía, que sus diatribas-cum-novela
no le hayan reportado mayores disgustos sólo puede ser atribuido
a que sus libros, si bien se venden, no se examinan. En España
ocurre lo mismo, pero por motivos distintos: la cómoda superficialidad
de la crítica se ha contentado con repetir que después del
realismo mágico viene la literatura de la violencia, dos conceptos
que, más que conceptos, son estanterías, y que han contribuido
a que Vallejo entre en el mismo saco de cualquier redactor capaz de meter
un narcotraficante o dos entre sus personajes. Pues bien, en El desbarrancadero
la diatriba y la violencia llegan más lejos que nunca: son más
viscerales, si se me permite un adjetivo tan trajinado; también
son más articuladas. Prescinden de cualquier sutileza y, más
que nada, de esa sutileza, definitiva y última, que es la urbanidad
estilística: Vallejo la reemplaza por la precisión de su
oído y de su puntuación, capaces, actuando en equipo, de
hacer que el verbo antioqueño, hecho de charlatanería, amargura
de viejo solterón, licencia iconoclasta y burla descarnada, viva
sobre la página y logre contener el caos de la materia que narra.
Ante la furibunda oralidad de esta prosa, pensamos al principio encontrarnos
con un autor instintivo y locuaz como era locuaz e instintivo Céline.
Luego leemos en Logoi, la gramática del lenguaje literario que
Vallejo publicó en 1983: "Sostenía Aristóteles
en su Retórica (iii, ii, 2 y 3) que la desviación de lo
ordinario era lo que hacía parecer más noble al lenguaje
de la oratoria. Y que, puesto que el hombre ama lo insólito, el
orador debía darle un aire extraño a sus palabras; algo
que asombrara a sus oyentes haciéndolos sentir como ante un extranjero
y no como ante un conciudadano. Hoy por hoy esta constatación de
Aristóteles sigue siendo una gran verdad de la lingüística:
la prosa es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana."
Vallejo el gramático sabe que toda novela está compuesta
"en un idioma que sólo en parte coincide con la forma hablada".
El desbarrancadero es, entre otras cosas (y estilísticamente poco
más), una ostentación del dominio ejercido sobre esa parte.
Nada de lo que hace Vallejo es espontáneo, nada no es premeditado.
Todo sirve a la transposición literaria, no literaturizada, del
desprecio: "Por lo pronto Dios no existe, este Papa es un cerdo y
Colombia un matadero y aquí voy rodando a oscuras montado en la
Tierra estúpida []. ¡Ánimo, país verraco, que
aquí no hacen falta escuelas, universidades, hospitales, carreteras,
puentes! Aquí lo que sobra es hijueputas." Éste es
uno de los pocos lugares en que la diatriba se rebaja al cliché
de la admonición quejica: en el resto del texto, Vallejo suele
evitar esos peligros. En literatura, el lugar común suele ser la
formulación de prejuicios heredados, de indignaciones de segunda
mano, una respuesta (demasiado) espontánea a los estímulos
de la realidad. El que una novela tan resentida, tan pronta para el insulto,
no contenga virtualmente ningún lugar común (salvo aquéllos
cuya intención deliberada es la parodia), es testimonio del cuidado
que hay debajo y antes de la prosa. Desde que le fue diagnosticado el
sida, Darío, hermano de Vallejo, empezó a vivir en un "inmenso
fulgor in crescendo. ¿Se diría el último resplandor
de la llama? Sí, pero lo diría usted porque yo no hablo
en lugares comunes tan pendejos".
Vallejo el arquitecto, de otro lado, se ha superado a
sí mismo. En libros anteriores había desarrollado todo un
arsenal de transiciones, cosa que le resultó imprescindible como
a Bernhard, ese otro formalista del odio con el cual ya es corriente y
aburrido compararlo, para llevar a buen término las 120 páginas
de párrafos densos, no capitulados, de La virgen de los sicarios,
y el flujo ininterrumpido de la voz biógrafa en Chapolas negras.
En ambos libros, el punto aparte era casi un artículo suntuario;
en la nueva novela, la inclusión de diálogos es responsable
de cierta elasticidad de la narración, capaz de ir y de venir y
de viajar en círculos en espacio de pocas líneas y con una
variedad de recursos notable. El desbarrancadero narra los días
en que Vallejo acompañó a su hermano enfermo, se abre después
de que el hermano ha comenzado a morirse y se cierra cuando Vallejo se
va de su lado, antes de que muera. Lo que sucede en el intermedio es un
inventario de las otras muertes: la del padre, a quien Vallejo ayuda a
morir con una inyección de Eutanal; la de la cuñada, asesinada
de un tiro en la cabeza; la de la abuela, muerta, por una vez, de muerte
natural. Tengo para mí que en esa opción estética
(narrar un marco de tiempo lleno de muertes pero que no incluye la muerte
más importante, la del hermano) está el poder conmovedor
de la novela, su rasgo más humano. Por supuesto, Vallejo me diría
que la razón para no poner en escena la muerte de su hermano es
no haberla presenciado. Su hermano Silvio se mata. "¿Por qué
se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante,
como Zola, leyéndole la cabeza. Yo soy novelista de primera persona."
¿Lo insulta o no lo insulta su madre en cierta escena? "Yo
no soy novelista de tercera persona y por lo tanto no sé qué
piensan mis personajes." Ha llegado el momento de hacer constar un
tópico: la primera persona de El desbarrancadero es lo más
interesante que tiene la novela.
Es un tópico porque lo mismo ocurre en La virgen
de los sicarios, y también en las novelas de El río del
tiempo. Pero es un hecho señalable porque la empresa fundamental
de Vallejo, el afán (tan nuestro, tan de nuestro tiempo) por borrar
los límites entre ficción y autobiografía, ha dado
en El desbarrancadero un salto cualitativo. El lector habituado a los
juegos solipsistas del autor consigo mismo encontrará en la novela
varias de esas mínimas masturbaciones, no por mínimas menos
intensas. En la ilustración de la portada aparecen el narrador
y el personaje principal de la novela; esa misma fotografía, que
los menos escépticos llamaríamos real, es mencionada con
prolijidad dentro del texto. En El río del tiempo Vallejo había
incluido una novela titulada Los días azules; El desbarrancadero
narra un episodio en que su padre intenta salvar a un hombre que se ahoga,
y, cuando nos preguntamos qué pasó, dice el narrador: "Lo
que pasó lo conté en 'Los días azules'". En
La virgen, Fernando y Alexis, su amante sicario, encuentran un perro en
una alcantarilla. Tiene la cadera rota, pero Alexis no se atreve a matarlo
de un tiro. "Entonces", cuenta Fernando, "le saqué
el revólver del cinto, puse el cañón contra el pecho
del perro y jalé el gatillo." En El desbarrancadero, en cambio,
quienes recogen al perro son Vallejo y su hermano Aníbal. "Lo
llevamos al albergue. No bien le inyectamos en la vena el Eutanal y sin
que transcurriera ni siquiera un segundo el perro murió. Entonces
empecé a maldecir de Cristo el loco y de su santa madre y de su
puta Iglesia y de la hijueputez de Dios." Así es el asunto:
entre los materiales de la nueva ficción están las ficciones
de las novelas pasadas. Este trámite, en el cual se sugiere de
ciertas vivencias el carácter (un poco más) real en la nueva
novela y (un poco más) ficticio en las anteriores, está
lejos de ser un mero juego de espejos. Es un acto de intimidad con el
lector; más que una confianza y una cortesía, es casi una
desfachatez. Pero es que la primera persona de Vallejo no es la convención
según la cual el narrador piensa cosas y el novelista les da forma
verbal una forma, además, de la cual el narrador (un Benjy,
por ejemplo) muchas veces no es capaz sino lo contrario, la no-convención,
la eliminación de la distancia retórica entre ambas figuras.
Entre otras cosas, esta no-convención genera la natural incertidumbre
de quien recuerda y cuenta, de la voz logorreica; y la logorrea, ya se
sabe, es digresiva. Hay una escena, la de la llegada de Vallejo a ver
a su hermano, que se cuenta dos veces, y entre las dos pasan ciento treinta
páginas. Se oye un pájaro en la primera versión (página
10): "Hace días que trato de verlo comentó
Darío, pero no sé dónde está." Se
oye el mismo pájaro, en la misma escena, en la versión tardía
(página 143): "Hace días que anda por aquí
ese pájaro me explicó, pero por más que
quiero no logro verlo. Se me va, se me va." Que las palabras sean
distintas en ambos momentos narrativos sería consecuencia lógica
de la falibilidad de la memoria. Más importante es reconocer que
forma parte de la fabricación (oral) de la logorrea narrativa.
El desbarrancadero es confesional, pero es lo contrario
de la contrición: la contumacia, a veces, y a veces el mero plañido.
Su lectura es el seguimiento de motivos escatológicos, un catálogo
de la mierda. Así leemos acerca del río que es "mierda,
mierda y más mierda", el río Cauca, "que tiene
una u en la mitad", el perro que agonizaba "entre la mierda
humana que es la más mierda de las mierdas", y también
acerca de la enfermedad de Darío, que ya estará generando
en Estados Unidos tesis con el título de La diarrea como leitmotiv
en la nueva novela colombiana. Pero aclaremos algo: lo que hay detrás
de tanto happening literario, detrás del afán inconspicuo
de la performance y del escándalo ready-made, es honesto y conmovedor.
Vallejo, que no quiere que perdamos esto de vista, señala el camino
con un cierre en el cual hay un gramático audaz, pero también
un oído impecable, capaz de convocar toda la melancolía
del mundo con una aliteración rutinaria: "lo que se llama
el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas
la lluvia." Para el buen lector, esta frase será el ojo de
una cerradura; para el mediocre será, a lo sumo, un collar. No
sé si sea necesario que explique la metáfora.
Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es autor
de Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara).
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