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septiembre
2000
Nº 69

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foco lateral
IGNACIO PADILLA
Historia de una amistad y una impostura
jorge volpi
Para Lili, que tan bien nos cuidó en Salamanca
Conocí a Ignacio Padilla, Nacho para tirios y troyanos,
en una circunstancia que, dieciséis años después,
puede verse como una anticipación o un pálido reflejo de
la que nos congrega el día de hoy. En México, este primer
episodio de nuestra amistad, este primer capítulo de la novela
conjunta que hemos construido con los años, circula como una anécdota
entrañable. Los dos, junto con Eloy Urroz, el último vértice
de nuestra tríada literaria, estudiábamos en una escuela
preparatoria que, aunque se distinguía más por la rigidez
de su formación científica que por la versatilidad de sus
estudios humanísticos, organizaba un concurso de cuentos que, según
la íntima leyenda de sus pasillos, era famoso por haber sido ganado
por algunos escritores célebres cuando estudiaban en sus aulas;
el más conocido de ellos era ni más ni menos que Carlos
Fuentes. En 1985, el premio recayó en un joven de primer curso,
Ignacio Padilla, mientras que Eloy y yo nos limitamos a secundarlo. Ese
texto inaugural de Nacho poseía ya uno de los rasgos esenciales
que habrían de caracterizar su obra desde entonces: una apacible
e insólita batalla con el lenguaje que demostraba su voluntad de
crear una voz y una prosa un estilo absolutamente personales.
Sin embargo, más allá de estos pinitos narrativos,
aquel concurso nos permitió conocernos y descubrir, en medio de
la inevitable soledad de nuestro incipiente oficio, que la literatura
puede convertirse en un placer compartido. A partir de entonces, los tres,
a los que se sumarían luego Pedro Ángel Palou y Ricardo
Chávez, aprendimos a combinar el desarrollo de nuestra propia obra
literaria con las enseñanzas de la única escuela de letras
a la que asistimos jamás: las interminables reuniones, cenas y
desayunos en los cuales, además de intercambiar preferencias, historias
y decepciones, también disecábamos concienzuda y despiadadamente
nuestros textos, nuestras obsesiones, nuestras vidas. De esta experiencia
conjunta, de este diálogo, surgieron al menos dos libros colectivos:
un volumen de nouvelles (Tres bosquejos del mal, Siglo XXI, 1994) y una
atípica colección de relatos (Variaciones a un tema de Faulkner,
Premio Nacional de Cuento, 1999, escrito diez años antes); una
serie de libros, a la que llamamos "Novelas del Crack" y que
la prensa se empeñó en convertir en "generación",
y, por encima de todo, una amistad a toda prueba que ha sorteado con fortuna
las tormentas y escollos de estos años.
Por ello, no puedo sentirme más orgulloso y más
honrado de presentar aquí, en España, donde ambos vivimos
por tres años mientras estudiábamos el doctorado, el que
es hasta la fecha el mejor de los libros de Nacho Padilla y que le ha
valido el Premio Primavera de Novela. De algún modo, Amphitryon
condensa y lleva a sus límites expresivos la peligrosa odisea literaria
emprendida por su autor a lo largo de estos dieciséis años.
Si, como decía Bouffon, "le styl c'est l'homme meme",
la fuerza narrativa de Nacho, su persona entera, su retrato intelectual,
puede hallarse en cada una de sus páginas.
En la antigua mitología griega, Anfitrión
ocupa el oprobioso lugar de las víctimas; aunque su nombre haya
pasado a la posteridad como sinónimo de hospitalidad y buenas maneras,
su pasado resulta menos glorioso. Zeus, eterno aficionado a las mujeres
ajenas y a las metamorfosis súbitas, no dudó en hacerse
pasar por el infortunado personaje para gozar de los encantos de su esposa.
No es casual que esta ambigua figura presida, en más de una medida,
la poética de Ignacio Padilla: al igual que en el infortunado destino
del antihéroe griego, en las obras del escritor mexicano nada es
lo que parece; como el libertino Padre de los dioses, Nacho ha sabido
ocultarse y transformarse en cada una de las criaturas que pueblan este
libro.
Amphitryon posee una apariencia que los lectores poco
acostumbrados a sortear trampas literarias no tardarán en señalar:
se trata, dirán éstos, de una novela policíaca, de
un recorrido por la historia de Europa, de una meditación sobre
la identidad y, en fin, de un manifiesto contra los temas mágicos
o exóticos que parecían haber monopolizado la literatura
latinoamericana reciente. No cabe duda de que Amphitryon encarna algunos
de estas máscaras; en efecto, Padilla utiliza recursos del thriller
y de las clásicas novelas de detectives; en sus páginas
es posible advertir el humor metafísico de autores como Kafka,
Schulz y Hrabal; la ubicación de su mundo parece provenir de modelos
como Magris, Roth o Lernet-Holenia, y sus chispeantes referencias políticas
y filosóficas juegan a darle sustancia histórica a su construcción
imaginaria. Por si fuera poco, en ella apenas hay alguna mención
a América Latina y en ninguna parte hallamos el exotismo tradicionalmente
asociado a los autores de esta región del mundo. Sin embargo, no
hay que olvidar que el tema central de Amphitryon es, precisamente, la
impostura. Y, al ofrecer estas pistas falsas sobre su supuesta identidad
centroeuropea y eslava, Nacho no hace otra cosa que tenderle una celada
a sus críticos, una más de las que está ricamente
plagada su literatura. Al hablar así, Padilla retoma su faceta
de crítico y académico, uno de los tantos personajes que
conviven en su interior, con el fin de distraer a sus colegas sobre la
verdadera naturaleza de su empeño.
A mi modo de ver, a pesar de sus escenarios austrohúngaros
tan exóticos como Macondo, de sus personajes de apellidos
imposibles tan enrarecidos y fantasmales como Pedro Páramo
y de sus juegos metafísicos tan literarios como los de Pierre
Menard, Amphitryon es una de las novelas más ambiciosas y
certeras de la literatura latinoamericana y debe ser vista como uno de
los mejores epígonos de su variada y rica tradición. Que
en sus páginas el realismo mágico y la reflexión
sobre América Latina no figuren por ninguna parte no demerita un
ápice esta idea; por el contrario, considero que la obra de Padilla
es una de las primeras en asimilar, con precisión y equilibrio,
las dos vertientes principales de la literatura de nuestro subcontinente.
Por más que parezca un lugar común, pocos autores han logrado
armonizar de manera tan efectiva el doble legado de Borges y García
Márquez. Sólo que, a diferencia de los imitadores de uno
y otro, Nacho ha escapado a la fácil tentación de copiar
los temas del colombiano los sueños y las fantasías
localistas o el estilo socarrón y luminoso falsamente
filosófico del argentino. En vez de eso, Amphitryon confronta
sin miedo esta doble influencia, articulando un relato que debe tanto
a la riqueza prosística de García Márquez como a
la valerosa universalidad de Borges.
La cadena de imposturas que alienta su trama, los
guiños ajedrecísticos e incluso las sutiles parodias policíacas
deben más al autor de Ficciones o los cuentos de Bustos Domecq
que a la profundidad espiritual de cualquier autor mitteleuropeoo; y,
por su parte, la exuberante precisión del lenguaje, su música
precisa e invisible, sus adjetivos mesurados e insólitos y la claridad
de su aliento expresivo deben más a Cien años de soledad
que a cualquier influencia europea. Lo que sucede es que, por fortuna,
Nacho ha evitado o simplemente se ha olvidado de pastiches y
homenajes, de inútiles parodias o copias malogradas: su estilo,
que comienza su etapa de madurez con esta obra, es una metamorfosis y
un paso más allá: una exploración que rompe y conserva,
que sacrifica y prolonga, que se arriesga y continúa, en medio
de la vasta exploración del universo que llevan a cabo, en igualdad
de condiciones con el resto del mundo, los habitantes de América
Latina.
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