lateral


septiembre 2000
Nº 69

home

 

estantería

EL CAMINO A ÍTACA
Carlos Liscano
Montesinos, Barcelona, 2000
254 págs., 2500 ptas.

A los veintidós años, Carlos Liscano (Uruguay, 1949) fue encerrado como preso político en el uruguayo Penal de Libertad. Allí permaneció durante trece años y se convirtió en escritor.

De entre los diversos manuscritos carcelarios, se han ido publicando obras reveladoras de una literatura que seguiría madurando durante su exilio en Suecia y sus posteriores estancias en Barcelona y Montevideo. La novela La mansión del tirano, el volumen de cuentos El método y otros juguetes carcelarios o el libro de poemas ¿Estará nomás cargada de futuro? advierten, ya desde sus títulos, de una escritura en la que ética y estética son inseparables.

No se trata sólo de literatura de denuncia, hay un desgarro vital que se traduce en su escritura mediante el escepticismo que cuestiona toda moral y apuesta por la vida. Es la fuerza instintiva de Onetti, cuyos personajes solitarios e incluso resentidos se afirman en la negación de la sociedad. Con un lenguaje despiadado pero sin complacerse en él, y no falto de precisión y exigencia, Carlos Liscano se inscribe en la mejor tradición de la literatura uruguaya y rioplatense.

Víctima de la lógica absurda de una estructura jerárquica exclusivamente basada en el cumplimiento de órdenes inapelables, el autor busca una palabra sincera, antirretórica y auténtica, arriesgándose casi hasta el límite de la confesión. Su escritura está siempre en movimiento, como lo está Vladimir en El camino a Ítaca, buscando sobrepasar las fronteras establecidas por la higiene aparente del orden.

Esta novela, escrita durante su exilio en Suecia en 1994 y única del autor publicada hasta el momento en España, tiene su antecedente en el cuento "Agua estancada". Allí ya aparecía un personaje que se interrogaba por su lugar en el mundo hostil. En la novela, al abandonar la contención exigida por la brevedad del cuento, Liscano encuentra el espacio, la libertad expresiva, el laberinto de un diálogo voraz y desbordante del protagonista consigo mismo (no en vano su nombre, Vladimir significa Señor del Mundo). La palabra siempre reflexiva de Liscano desafía límites y fronteras.

Meteco, exiliado hijo de comunistas, Vladimir es un desclasado que ha perdido toda fe. Sabe que, después de la caída del muro de Berlín y ante la nueva situación generada en Europa, las ideologías han caducado. Huye de su país natal por estar comprometido en un asunto de drogas, se refugia en Brasil y luego en Suecia, país que también abandona para romper con su mujer y cualquier atadura emocional. Es la constante huida de un individuo desarraigado que busca su sitio en una Europa opulenta escenario de una guerra de todos contra todos. Entre la ilegalidad, la prostitución, el manicomio, Vladimir sigue buscando un espacio que sólo vislumbra en los sueños. Finalmente, en la Plaza Real de Barcelona, "como anestesiado, al margen de las cosas", encuentra un suelo virgen, vacío, una nada que conquista y desde la que, paradójicamente, puede salvarse y salvar el mundo volviendo a nombrar la realidad.
Valentina Litvan

 

QUÉ BIEN BESABA JUDAS
Maira Papazanasopulu
Trad. de Carolina Chavarría Arnau
Destino, Barcelona, 2000
262 págs., 2400 ptas.

La vida siempre escribe la mejor literatura. Ésta parece la premisa de la historia que nos cuenta la protagonista. Eleni, de 36 años, vive una existencia apacible que está a punto de desmoronarse. La apacible vida de mujer casada con un infiel patológico, a punto de iniciar ella también un romance, con un hijo adolescente y una amiga díscola, parece moverse al compás ligero del agua estancada. Pero por debajo de esta tranquila laguna el fondo se remueve: las amantes del marido no son tan anónimas; las dificultades de comunicación con su hijo rebelde se agudizan; como lo harán la insatisfacción personal y la falta de autoestima. Cada ola levanta más y más el lodo.

Maira Papazanasopulu (Atenas, 1967) construye en Qué bien besaba Judas, su primera novela, un universo descaradamente próximo e intensamente cotidiano, vivido, que atrapa en la ligera claustrofobia de lo cotidiano que tiñe la vida monótona e insatisfecha de cualquier mujer que habite en nuestro Occidente calcado culturalmente, como si pudiera superponerse un país encima de otro. Una malla hecha de asfixia que va ciñéndose alrededor de la voz directa e impetuosa de Eleni, la cual, además de constituir uno de los detonantes más frescos e intensos de la historia, es también un privilegiado prisma para mirar a los demás personajes. Todo ello filtrado por una ironía despiadada, la historia resulta tan próxima y accesible al estar amarrada a los diques de una cultura que de tan común es imperceptible.

Qué bien besaba Judas es una historia de amores y pasiones en el territorio del matrimonio desgastado, que goza de densidad y solidez narrativas capaces de arrastrar al lector hasta el inesperado desenlace. Pero más allá de todo esto, es también un sano ejercicio de destrucción del maniqueísmo simple y fácil, donde la autora juega a confundir a víctimas y verdugos, haciendo que los inocentes no sean tan castos y puros, y los culpables tengan algún motivo loable para justificarse.
Marta Oliva

 

CRÓNICA DE LA MUCHA MUERTE
Javer Fernández de Castro
Areté/Plaza & Janés, Barcelona, 2000
351 págs., 2950 ptas.

Sólo considerando el término best-seller como definición de estilo, más allá de su significado literal y cualquier juicio de valores, entendemos lo que parece ser esta Crónica de la mucha muerte.

La dudosa invención de una alternativa a lo que se ve casi como un género (anglosajón) está en la mente de las grandes editoriales europeas, y en su búsqueda ha sido implicado el ya veterano narrador Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, 1942).

Resulta de la apuesta una novela coja, en la que un conato de argumento se desvirtúa al aplicársele los preceptos genéricos en personajes, anécdota, tiempos y registro. De manera progresiva evidencia la insinceridad de planteamientos, incluso en un título ingenioso que no responde a lo narrado. La mucha muerte es poco más que la cacería que culmina un drama rural, novela de aprendizaje, de un joven terrateniente con problemas de autoconsciencia.

No se explota la historia y los acontecimientos carecen de la importancia que inicialmente se les otorga, insistiendo en una aparente maraña que acaba por no existir. La línea argumental empieza vital y atractiva, pero se va debilitando a medida que pasan las páginas hasta deshacerse en humo. Acaba con desgana, sin una resolución a la altura.

La novela sufre de construcción plana, lineal como sus personajes, caracteres sin aristas, sin detalles, aparecen vivos e inmediatamente se congelan en estereotipos, que no encuentran complicidad en un estilo fluido pero algo descuidado, sin un trabajo aparente en la tarea de definir a partir del lenguaje las incorrecciones e ineficacias de la historia. Incluso Tina, una lúcida niña autista, brillante, un personaje-hallazgo que insinúa en ciertas escenas a un valioso narrador, se enfría al mismo ritmo que la novela, obligada a alimentarse de una segunda parte que anula toda posibilidad de desarrollo de su voz en la historia.

No hay más juego de registros, más allá de un estilo indirecto trabajado con timidez, el narrador, cuya voz ensaya un aire de oralidad que lamentablemente acaba quedando en desgana, ajeno a la historia, se acerca a ciertos personajes por la espalda y asume su postura sin variar el punto de vista. El narrador se centra principalmente en la mirada de dos personajes, los más ricos, pero si en la primera parte adopta con corrección al gerente Gregorio Portales, en la segunda, en general, el acercamiento a Tina es precario; pues la frialdad y el distanciamiento son, en este caso, virtudes dudosas que acaban deslavazando al personaje.

Fracasa dolorosamente, además, aquello que constituye la principal intención de la novela, la voluntad de mostrar una sociedad cerrada en sus propios elementos simbólicos, con una lógica interna y una mecánica verosímil. Ni tan siquiera parece haber un esquema predeterminado de la historia, ni una estructura, ni un mundo proficcional conseguido.
Rubén Ortega Díaz

 

La historia de ETA
Antonio Elorza (coord.)
Temas de Hoy, Madrid, 2000
447 págs.

Historiar la trayectoria de un movimiento político fanático y criminal sin dejarse llevar por la pasión siempre es difícil. Lo es aún más si ese movimiento sigue vivo. Sin reparar en tal obstáculo o en otros, esto es lo que se proponen valientemente ­y consiguen­ en este libro sus autores, reconocidos especialistas todos ellos en el mundo del nacionalismo vasco y de ETA, el apéndice terrorista que surgió de dicho mundo.

La obra consta de tres partes, precedidas por un estudio introductorio a cargo de su coordinador, Antonio Elorza, y culminadas en un epílogo firmado por el periodista Patxo Unzueta. La introducción ya sitúa al lector en el nivel de claridad que se vislumbra a lo largo de todo el volumen. A partir de una original construcción, donde se aúnan las experiencias personales con un profundo conocimiento de las raíces lejanas y próximas del fenómeno nacionalista, Elorza sostiene la tesis de que la violencia de ETA se apoya en unos cimientos culturales sumamente arcaicos, preñados de absurda mitología e inspirados por la irracionalidad más absoluta. Unos cimientos propios de una comunidad preindustrial cerrada, ultrarreligiosa, rural, sumamente cohesionada y maniquea que durante siglos alimentó el sentimiento de pertenencia a un pueblo elegido, y que no acabó nunca de asumir la modernidad. Sabino Arana, padre intelectual del invento (lo de intelectual no deja de ser una concesión), se sirvió a finales del siglo xix de esas pautas y de sus tradiciones para formular un proyecto político integrista, antiliberal y racista, donde ya se alimentó un mensaje de exaltación guerrera, una suerte de religión de la violencia política en pos de la recuperación de una independencia que nunca existió. Con más o menos éxito y empeño, y variable fidelidad a la ortodoxia primigenia, las sucesivas generaciones de nacionalistas mantuvieron vivo el ideal, hasta que la Guerra Civil, primero, y la dictadura franquista, después, propiciaron las condiciones ideales para que el huevo de la serpiente alumbrara el monstruo.

Del análisis de ese monstruo y de esas condiciones, desde que ve la luz en julio de 1959 hasta la muerte del dictador, se ocupa, con especial atención a su práctica política y al activismo violento, José María Garmendia. De aquella primera ETA de la que nos habla se extrae la conclusión de que fue una organización bastante diferente a la que hoy se conoce, aunque en algunos de sus seguidores se encontrara ya la simiente a partir de la que germinó la organización actual. Diferente por su pluralidad y sus contradicciones internas, por la fuerte religiosidad originaria de sus primeros mentores, por la inexistencia de un sólo grupo de dirección, o por las muchas escisiones en las que desembocó. Pese a lo cual, con la ayuda inestimable de la represión franquista, aquellos grupos de jóvenes nacionalistas se convirtieron en símbolo de la opresión que sufría el País Vasco en manos de la dictadura. Ávidos lectores de las teorías marxistas unos, más dados a la acción otros, deslumbrados por los movimientos de liberación en el Tercer Mundo o por la lucha del movimiento obrero en España los más, es el caso que fue la persecución del régimen ­el proceso de Burgos y los fusilamientos de 1975 en particular­ más que sus propias estrategias lo que les elevó a los altares del culto nacionalista.

Gurutz Jáuregui completa, desde una perspectiva estrictamente ideológica, el recorrido anterior, acercándonos a los parámetros mentales de un universo sectario encorsetado por el dogmatismo, la intolerancia y por fuertes limitaciones intelectuales. Su balance no puede ser más desolador: ETA, que desde sus orígenes se autodefinió como una organización nacionalista y revolucionaria, no sólo no ha conseguido ninguno de los objetivos que decía defender ­la construcción nacional y el socialismo­ sino que lo único que ha producido ha sido infinito dolor, ha dividido al nacionalismo y ha enfrentado a los vascos como no lo hizo ni siquiera el franquismo.

De ese dolor y de esos enfrentamientos a lo largo de los últimos veinticinco años se ocupa Florencio Domínguez Iribarren, a través de una crónica cuasi periodística bien trabada que nos acerca a una ETA aún más fanática que la primera: militarista, ultranacionalista y totalitaria, donde el sustrato socialista ­a diferencia de las inquietudes originarias­ es básicamente un elemento decorativo. Una ETA y su entorno que, por sus métodos y por el hostigamiento permanente a que somete a todos los que discrepan de sus objetivos y a la democracia española en su conjunto, se asemeja al fascismo de la época de entreguerras. Una ETA que, como apunta Unzueta en el epílogo, después de tanto crimen y tan sangrienta trayectoria, no deja ningún resquicio abierto a la posibilidad de su autodisolución, tal y como le demanda la inmensa mayoría de una ciudadanía vasca en la defensa de cuyos derechos y libertades afirma encontrar la razón de su existencia. Y lo peor de todo es la constatación de que el llamado nacionalismo democrático ­representado por el Partido Nacionalista Vasco y Eusko Alkartasuna­ baila en los últimos tiempos al ritmo que le marca la organización terrorista.
FERNANDO DEL REY