lateral


julio - agosto 2003
Nº 103/104





Suplemento sin ficción

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Lo peor es el bochorno
Mihály Dés

Una vez más el verano. Aún lejos de las vacaciones, pero ya incapaces de concentrarse en el trabajo. Ni en nada. Sofocos y desahogos. Sudor y lágrimas. El calor nos deja embobados, y el aire acondicionado, resfriados. Empiezan las migraciones. Se acaban los ahorros. No hay escapatoria. Tampoco sombra. Pero lo peor no es el calor…

Como es bien sabido, o al menos debería serlo, la humanidad se divide entre los que depositan todas sus esperanzas en el verano y los que lo acusan de casi todos sus infortunios. Los primeros viven y trabajan sólo para esos días de sofoco, conciben la existencia como un tránsito ruín, como un limbo desde donde, en caso de padecer meritoriamente a lo largo del año, se puede acceder al paraíso estival. Los segundos están convencidos de que el verano es un castigo aún mayor que el resto de las estaciones, pero una vez cumplidos sus peores pronósticos, empiezan a ablandarse, se les encoge el corazón y sienten un dolorcito parecido a la nostalgia por la ocasión que acaban de volver a perder.
Uno y otro grupo coinciden en renovar sus ilusiones y disgustos cada año, dando así una muestra más de que toda concepción lineal de la existencia, toda religión, filosofía o estrategia empresarial basada en el escarmiento y la evolución viola la esencia cíclica de la naturaleza, incluida la humana. Veranófilos y veranófobos coinciden también en percibir la vida como algo insoportable; la diferencia consiste en que los unos creen liberarse de ella cada verano, y los otros se ahorran la molestia de esa desilusión. De lo que ninguno de los dos grupos antagónicos logra liberarse es de los horrores climatológicos y vacacionales de los días más largos del año.
Ustedes pueden acusarme de un pesimismo gélido o tacharme de aguavacaciones. No lo niego, soy un veranófobo convencido y practicante, pero ruego no se atribuyan razones ideológicas o venales a mi actitud. El único factor exterior que habrá podido alterar un poco mis ideas puras sobre el debate estival es que hace algo de calor. 36 grados Celsius me asedian mientras pergeño estas líneas. Tengo el lado derecho entumecido por el aire frío del ventilador, y el izquierdo inerte a causa del bochorno. Estoy aletargado y embrutecido. No sé si se habrán dado cuenta de que me cuesta mantener el hilo de mi discurso. Es por el calor, que me da un sueño cercano al desmayo. Pero sólo de día. Porque por la noche no me deja dormir. Estamos a finales de junio y llevamos unas tres semanas así, conscientes de que no habrá tregua hasta mediados de septiembre. Me consuelo con la idea de que en Nueva York tendría que aguantar también las cucarachas.

Entre codazos y pisotones
Algún defensor de los rayos ultravioletas podría corregirme diciendo que confundo las vacaciones con la canícula, y que precisamente el veraneo es el remedio al mal del que me quejo. ¡Ah, sí, las vacaciones! Aunque aún seguiré algunas semanas más atado a la noria del trabajo, no paro de ver gente en ese estado de gracia: deambulan alelados y sudorosos. El sentido del deber o de la amortización les empuja a recorrer ciudades enteras bajo un sol que produce espejismos y transforma la escala cromática. En su medio natural debían ser ciudadanos respetables y hasta de buen ver. Ahora la ceguera transitoria y la deshidratación crónica dibuja extrañas muecas en sus rostros desfigurados, que sólo desde lejos parecen sonreír. ¿Tendré la misma cara de besugo recatado cuando intente avanzar entre codazos y pisotones en medio del puente Carlos de Praga?
Las vacaciones son multitudes, colas y el peor servicio a cambio del precio más alto posible, y hasta imposible. Pero si pretende usted algo extravagante, el tiro puede salirle por la culata. El verano pasado un matrimonio amigo fue a Argentina, que gracias a su hundimiento general se convirtió en un destino turístico sumamente atractivo. Durante tres semanas estuvieron recorriendo el país con sus dos hijitas inocentes y al parecer lo pasaron fenomenal. Es posible. Yo sólo me acuerdo del mareo que sentí al escuchar su relato de cambio de aviones, trenes, barcos y todoterrenos. Me dio tal soponcio que tuve que tomarme un descanso y prohibir a mis hijos bajar al parque en los dos días siguientes.

Novedades bajo el sol
Eso sí, durante las vacaciones se descubren un montón de cosas nuevas: la torre de Pisa, la Sagrada Familia, el Empire State Building, la sonrisa de la Mona Lisa… Y siempre en compañía multicultural, que es lo que se lleva ahora. Además, siempre nos espera alguna que otra sorpresa que no figuraba en el guión. No me refiero a los malentendidos, incomodidades y timos, que sí que están incluidos en el paquete. Muy cerca de Lateral se encuentra el Arc del Trionf, una tosca mole de ladrillos construida a principios del siglo xx, que no representa victoria alguna y ni siquiera destaca por su extrema fealdad. Se yergue allí como un desmesurado malentendido que, tal vez por eso mismo, ejerce una fascinación irresistible sobre los turistas. Cada vez que paso por allí, hay un grupo de guiris delante posando para la eternidad.
Como agravante, podría añadir que el verano no saca precisamente lo mejor de nosotros ni en lo anímico ni en lo físico. En cuanto a lo primero, vivimos entre el abatimiento y la irritabilidad, y sólo algo fresco logra animarnos un poco: un helado, la cervecita, un chapuzón, un escalofrío… Pero tampoco puede uno pasar el día entero lamiendo helados en el agua.
Por lo demás, todo lo que logramos esconder a lo largo del año sale a la luz durante estos meses. Y cuando digo luz, me refiero a ese rayo X estival con el que se ven como bajo lupa las celulitis y los michelines, las alopecias incipientes y avanzadas, las varices y los poros dilatados. El pelo se chafa, perlas de sudor cubren las frentes, pieles de color camembert se alternan con el de la gamba, y el olor acre de los sobacos sin lavar invade los espacios cerrados. Quien viaje en metro o autobús seguramente me entiende.
Pero, lo peor no es el calor, sino el bochorno. Sobre todo el que no se debe a razones climatológicas, pero que precisamente por razones climatológicas en verano irrita más que el resto del año. De este tipo de bochorno también ha habido una presencia formidable en la temporada en curso: el espectáculo de las naciones más aliadas del mundo desarrollado à la recherche des armes perdues de un dictador árabe, cuyo país invadieron so pretexto de que ya las habían encontrado; unas elecciones municipales –cuyo resultado, modestia aparte, servidor predijo en el nº 101 de esta revista– en las que cada uno de los partidos se declaró ganador; una tormenta política en la Comunidad de Madrid porque nuestros canallas pasaron a ser de los otros; el debate literario más ardiente de los últimos años entorno a si leer sobre la violación es lo mismo que ser violada, y gracias al cual se consiguió entre todos convertir en best seller un anodino bodrio...
Pero no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera bajo éste que me está haciendo la vida imposible mientras escribo esta nota. La lista más cabal de semejantes bochornos la compiló el dubitativo Hamlet, y la verdad es que poco se podría añadir a su inventario. Lo que ocurre es que a él le amargaron de tal manera “el tumulto y la confusión del mundo”, que únicamente el miedo al viaje del que no hay retorno le hizo aguantar. En cambio, a nosotros, hijos de una época mucho más avanzada y con viajes de ida y vuelta, ese mismo bochorno nos empuja a preparar las maletas lo antes posible. Y, considerando que siempre podríamos estar peor, ciertamente ¡no sé para qué esperar! Veranófilos y veranófobos, no le demos más vueltas, es hora de irnos de vacaciones. Lo malo es que cuando volvamos, el calor podrá haber desaparecido, pero el bochorno seguirá estando allí.