Lo peor es el bochorno
Mihály Dés
Una vez más el verano. Aún lejos
de las vacaciones, pero ya incapaces de concentrarse en el trabajo.
Ni en nada. Sofocos y desahogos. Sudor y lágrimas. El calor nos
deja embobados, y el aire acondicionado, resfriados. Empiezan las migraciones.
Se acaban los ahorros. No hay escapatoria. Tampoco sombra. Pero lo peor
no es el calor
Como es bien sabido, o al menos debería serlo,
la humanidad se divide entre los que depositan todas sus esperanzas
en el verano y los que lo acusan de casi todos sus infortunios. Los
primeros viven y trabajan sólo para esos días de sofoco,
conciben la existencia como un tránsito ruín, como un
limbo desde donde, en caso de padecer meritoriamente a lo largo del
año, se puede acceder al paraíso estival. Los segundos
están convencidos de que el verano es un castigo aún mayor
que el resto de las estaciones, pero una vez cumplidos sus peores pronósticos,
empiezan a ablandarse, se les encoge el corazón y sienten un
dolorcito parecido a la nostalgia por la ocasión que acaban de
volver a perder.
Uno y otro grupo coinciden en renovar sus ilusiones y disgustos cada
año, dando así una muestra más de que toda concepción
lineal de la existencia, toda religión, filosofía o estrategia
empresarial basada en el escarmiento y la evolución viola la
esencia cíclica de la naturaleza, incluida la humana. Veranófilos
y veranófobos coinciden también en percibir la vida como
algo insoportable; la diferencia consiste en que los unos creen liberarse
de ella cada verano, y los otros se ahorran la molestia de esa desilusión.
De lo que ninguno de los dos grupos antagónicos logra liberarse
es de los horrores climatológicos y vacacionales de los días
más largos del año.
Ustedes pueden acusarme de un pesimismo gélido o tacharme de
aguavacaciones. No lo niego, soy un veranófobo convencido y practicante,
pero ruego no se atribuyan razones ideológicas o venales a mi
actitud. El único factor exterior que habrá podido alterar
un poco mis ideas puras sobre el debate estival es que hace algo de
calor. 36 grados Celsius me asedian mientras pergeño estas líneas.
Tengo el lado derecho entumecido por el aire frío del ventilador,
y el izquierdo inerte a causa del bochorno. Estoy aletargado y embrutecido.
No sé si se habrán dado cuenta de que me cuesta mantener
el hilo de mi discurso. Es por el calor, que me da un sueño cercano
al desmayo. Pero sólo de día. Porque por la noche no me
deja dormir. Estamos a finales de junio y llevamos unas tres semanas
así, conscientes de que no habrá tregua hasta mediados
de septiembre. Me consuelo con la idea de que en Nueva York tendría
que aguantar también las cucarachas.
Entre codazos y pisotones
Algún defensor de los rayos ultravioletas podría corregirme
diciendo que confundo las vacaciones con la canícula, y que precisamente
el veraneo es el remedio al mal del que me quejo. ¡Ah, sí,
las vacaciones! Aunque aún seguiré algunas semanas más
atado a la noria del trabajo, no paro de ver gente en ese estado de
gracia: deambulan alelados y sudorosos. El sentido del deber o de la
amortización les empuja a recorrer ciudades enteras bajo un sol
que produce espejismos y transforma la escala cromática. En su
medio natural debían ser ciudadanos respetables y hasta de buen
ver. Ahora la ceguera transitoria y la deshidratación crónica
dibuja extrañas muecas en sus rostros desfigurados, que sólo
desde lejos parecen sonreír. ¿Tendré la misma cara
de besugo recatado cuando intente avanzar entre codazos y pisotones
en medio del puente Carlos de Praga?
Las vacaciones son multitudes, colas y el peor servicio a cambio del
precio más alto posible, y hasta imposible. Pero si pretende
usted algo extravagante, el tiro puede salirle por la culata. El verano
pasado un matrimonio amigo fue a Argentina, que gracias a su hundimiento
general se convirtió en un destino turístico sumamente
atractivo. Durante tres semanas estuvieron recorriendo el país
con sus dos hijitas inocentes y al parecer lo pasaron fenomenal. Es
posible. Yo sólo me acuerdo del mareo que sentí al escuchar
su relato de cambio de aviones, trenes, barcos y todoterrenos. Me dio
tal soponcio que tuve que tomarme un descanso y prohibir a mis hijos
bajar al parque en los dos días siguientes.
Novedades bajo el sol
Eso sí, durante las vacaciones se descubren un montón
de cosas nuevas: la torre de Pisa, la Sagrada Familia, el Empire State
Building, la sonrisa de la Mona Lisa
Y siempre en compañía
multicultural, que es lo que se lleva ahora. Además, siempre
nos espera alguna que otra sorpresa que no figuraba en el guión.
No me refiero a los malentendidos, incomodidades y timos, que sí
que están incluidos en el paquete. Muy cerca de Lateral se encuentra
el Arc del Trionf, una tosca mole de ladrillos construida a principios
del siglo xx, que no representa victoria alguna y ni siquiera destaca
por su extrema fealdad. Se yergue allí como un desmesurado malentendido
que, tal vez por eso mismo, ejerce una fascinación irresistible
sobre los turistas. Cada vez que paso por allí, hay un grupo
de guiris delante posando para la eternidad.
Como agravante, podría añadir que el verano no saca precisamente
lo mejor de nosotros ni en lo anímico ni en lo físico.
En cuanto a lo primero, vivimos entre el abatimiento y la irritabilidad,
y sólo algo fresco logra animarnos un poco: un helado, la cervecita,
un chapuzón, un escalofrío
Pero tampoco puede uno
pasar el día entero lamiendo helados en el agua.
Por lo demás, todo lo que logramos esconder a lo largo del año
sale a la luz durante estos meses. Y cuando digo luz, me refiero a ese
rayo X estival con el que se ven como bajo lupa las celulitis y los
michelines, las alopecias incipientes y avanzadas, las varices y los
poros dilatados. El pelo se chafa, perlas de sudor cubren las frentes,
pieles de color camembert se alternan con el de la gamba, y el olor
acre de los sobacos sin lavar invade los espacios cerrados. Quien viaje
en metro o autobús seguramente me entiende.
Pero, lo peor no es el calor, sino el bochorno. Sobre todo el que no
se debe a razones climatológicas, pero que precisamente por razones
climatológicas en verano irrita más que el resto del año.
De este tipo de bochorno también ha habido una presencia formidable
en la temporada en curso: el espectáculo de las naciones más
aliadas del mundo desarrollado à la recherche des armes perdues
de un dictador árabe, cuyo país invadieron so pretexto
de que ya las habían encontrado; unas elecciones municipales
cuyo resultado, modestia aparte, servidor predijo en el nº
101 de esta revista en las que cada uno de los partidos se declaró
ganador; una tormenta política en la Comunidad de Madrid porque
nuestros canallas pasaron a ser de los otros; el debate literario más
ardiente de los últimos años entorno a si leer sobre la
violación es lo mismo que ser violada, y gracias al cual se consiguió
entre todos convertir en best seller un anodino bodrio...
Pero no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera bajo éste que
me está haciendo la vida imposible mientras escribo esta nota.
La lista más cabal de semejantes bochornos la compiló
el dubitativo Hamlet, y la verdad es que poco se podría añadir
a su inventario. Lo que ocurre es que a él le amargaron de tal
manera el tumulto y la confusión del mundo, que únicamente
el miedo al viaje del que no hay retorno le hizo aguantar. En cambio,
a nosotros, hijos de una época mucho más avanzada y con
viajes de ida y vuelta, ese mismo bochorno nos empuja a preparar las
maletas lo antes posible. Y, considerando que siempre podríamos
estar peor, ciertamente ¡no sé para qué esperar!
Veranófilos y veranófobos, no le demos más vueltas,
es hora de irnos de vacaciones. Lo malo es que cuando volvamos, el calor
podrá haber desaparecido, pero el bochorno seguirá estando
allí.