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septiembre
2000
Nº 69

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editorial
¡José Luis, jódete!
MIHÁLY DÉS
La frase que sirve de título a la presente
nota, permaneció durante semanas en el edificio donde vivía
José Luis López de Lacalle, el periodista asesinado por
ETA el pasado 7 de mayo. Frase contundente y campechana que da bastante
de sí, sobre todo, si consideramos que apareció después
de que la víctima
Si hay algo que sorprende al invitar a una persona recién
asesinada a joderse no es la confianza con que el homicida o sus compañeros
de viaje (final) se dirigen a su víctima. No digo que a la primera
no choque un pelín esa ¿como diría yo?
familiaridad para con el jodido (más que el tuteo mismo, tan generalizado
con el uso del verbo, es el amical José Luis lo que incomoda),
pero a la segunda uno se lo piensa y la pragmática razón
se impone a los salvajes sentimientos. Hablando en plata: ¿puede
haber mayor intimidad que la creada por un asesinato artesanal, hecho
a mano? Hay que elegir a la víctima, observarla, conocer sus hábitos,
esperar y acompañarla. Es como un proceso de enamoramiento al revés,
el síndrome de Estocolmo invertido.
Llama más la atención la tautología
maximalista que implica la invocación: pide joderse a uno que ha
cumplido todos los requisitos para estarlo. Hijos de una época
presa de la eficacia y de la cuenta de resultados, los asesinos no se
conforman con lo previsible en estos casos: la víctima tendida
en el suelo, el charco de sangre, el llanto de los familiares, los titulares
de los papeles y el "dónde vamos a ir a parar" de sus
lectores... Aspiran a más. Más muertes, naturalmente, pero
también más trascendencia. Y eso que hicieron un trabajo
impecable. Matar así a bocajarro a un periodista respetado, luchador
antifranquista y destacado activista del movimiento civil por la paz en
Euskadi mientras estaba comprando los periódicos dominicales no
es ninguna nadería y, no lo olvidemos, implica innumerables riesgos.
¿Y si por allí hubiera pasado una patrulla por pura casualidad?,
que es la única manera imaginable de que hubiese pasado, puesto
que Lacalle fue proclamado objetivo militar desde hacía tiempo
sin que en el otro lado de la trinchera se le declarara objeto de defensa.
No es soprendente, entonces, que tampoco se le hiciera caso cuando denunció
los responsables de las amenazas lo bueno en un pueblo pequeño
como el suyo es que todos se conocen y saludan; nada de ese enajenamiento
despersonalizado de las grandes urbes, muy probablemente los mismos
que dieron la pista sobre su manía de comprar los periódicos
cada domingo.
Más recto es ser canalla
Tampoco es necesario buscar una especial vileza en esa
costumbre etarra de ensañarse con sus víctimas directas
(los muertos) e indirectas (sus familiares). Hay que reconocer que eso
de llamar a la viuda el día después de haber liquidado a
su marido para susurrarle insultos no es demasiado elegante, pero ¿qué
quieren que hagan?, ¿mandarle flores para que ustedes les acusen
de cinismo? Me parece mucho más recto ser coherentemente canalla
desde el principio hasta el final.
De todas maneras, la valoración de todo ello (asesinatos,
amenazas, terror callejero, obscenidades post mortem...) depende de la
óptica según la cual se mire. Conviven dos visiones sobre
lo que está haciendo ETA. La versión oficial habla de terrorismo.
Según la otra hay una guerra. Se puede argumentar ad infinitum
a favor de una u otra posición pero eso sería quitar el
pan a las tertulias radiofónicas. Mas, analizando el asunto sine
ira et studio, no puede haber otra conclusión que de guerra se
trata, aunque Clausewitz no la reconociera como tal. Al fin y al cabo,
en su manual tampoco figura la guerra atómica.
¿Quién puede negar, por ejemplo, que hay
dos bandos (bueno, uno de ellos es una banda) enfrentados en una lucha
feroz? Basta ver sus bajas. En el lado oficialista apoyado por los
todopoderosos medios de comunicación, las oligarquías financieras
y basado en las fuerzas de coerción caen (andamos por los
mil muertos) los más representativos de ese régimen represivo:
concejales, diputados, policías, periodistas, profesores universitarios,
y a veces niños y transeúntes, pero estos últimos
siempre sin querer. Los mártires de los libertadores son, en cambio,
chicos detenidos en combate, expertos en explosivos y tiro en la nuca
vilmente encarcelados. Incluso ellos también tienen algunos caídos:
ora heroicos (enfrentándose a mano armada con la policia), ora
chapuceros (manipulando una bomba).
Generosa objetividad
Se entiende, entonces, que parte de la opinión
pública (la más activa, diría yo), aunque crítica
con los atentados, prefiera la objetivad en este asunto y mirar bien las
dos caras de la moneda. En este mundo de pensamiento único es indispensable
no dejarse comer el coco. Y no se deja. Para los nacionalistas, sean conservadores
o izquierdistas (una contradictio in adiecto, para qué vamos a
negarlo), condenar sin matizaciones la violencia significaría apoyar
al gobierno central y el españolismo. Por tanto, matizan sin parar.
Para la izquierda también habrá siempre un elemento sospechoso
en estar de acuerdo con lo que representa el gobierno, sobre todo si es
de derechas. La derecha (la trasnacional o españolista, como guste),
por tradición, antepone la acción policial a la respuesta
social, y por conveniencia, tiende a capitalizar un asunto el continuo
atentado contra el derecho a la vida, a la palabra..., la libertad, en
fin que está más allá de la política.
Los pacifistas, los verdes, los humanistas apolíticos y politizados
prefieren velar por la calidad del colchón de un preso etarra y
desenmascarar la actuación de la policía que repudiar el
estado de sitio creado por ETA y su entorno.
Si añadimos a los que por indiferencia, comodidad
o, en el País Vasco, por miedo no llegan a opinar, se entiende
cómo un reducido grupo nacionalsocialista (lejos de mí establecer
paralelismos históricos a la ligera, tan sólo resumo sus
corrientes ideológicas dominantes) que diariamente viola los derechos
humanos, los preceptos cristianos y las leyes vigentes, puede funcionar
con relativo éxito en una sociedad democrática. La mayor
parte del debate sobre el terrorismo se centra en ETA: sus verdades, sus
motivos, sus posibilidades. Pero hay que ser más comprensivo con
ellos. Sus delirantes reivindicaciones, racistas e irredentas (el Gran
Euskadi, por ejemplo), no pueden tener mucho éxito en las urnas,
por tanto, tienen que recurrir a la violencia, que tampoco les llevará
lejos, pero les asegura un duradero poder.
Bajo este prisma se ve algo diferente, más pleno
de significados, el jocoso graffity en la casa del periodista asesinado.
Podríamos decir que ETA ha logrado reformular nuestro concepto
de lo jodido, fosilizado por el uniforme uso coloquial. Gracias a ese
giro copernicano, uno ya no puede joderse de la manera que se jodía
antes. Ya no basta pirarse, estirar la pata, acabarse. Hay que joderse,
esto está claro, pero desde ahora debemos hacerlo de manera interactiva
y virtual: más acá de nuestra muerte y más allá
de nuestra vida. La campechana invocación póstuma (José
Luis, jódete) pasa a ser un mensaje global de ultratumba que retumba
en nuestros oídos. No es un mero juego de palabras, ya que la historia
tiene una coda con eco: la pintada permanecía en aquella pared
durante semanas. Nadie quería o se arriesgaba a quitarla y, en
cierto sentido, todavía sigue allí como un extraño
epitafio a la dignidad incólume de un hombre que sí se atrevía
a vivir según le dictaba la conciencia. Pedirle que se joda es
la confirmación de que no lo ha hecho y con cada momento que se
prolonga la petición se hace más evidente el sinsentido
de la empresa. Una escena ejemplar que admiraríamos sin reservas
si no levantara la sospecha de que los verdaderamente jodidos somos nosotros
mismos, testigos mudos de la infamia.
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