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mayo
2004
Nº 113

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George Orwell
La extraña política de la Claridad
Roberto Herrscher
Con la caída del muro de Berlín, muchos
pensaron que una obra como 1984 hablaba de algo ya superado, pero ¿quién
puede dudar hoy de la vigencia de la utopía negativa de Orwell
en un mundo en guerra permanente y en el que las nuevas tecnologías
son el Gran Hermano que nos mira? También en este número
(pág. 41), un texto original de Orwell contra Dalí.
En 1985, Destino publicó una colección de
ensayos, artículos, cartas, entradas de diario y hasta poemas de
George Orwell bajo el engañosamente confortable título de
Una buena taza de té. La frase que cierra esta antología,
una de las últimas entradas en su cuaderno desde el lecho de hospital
donde moriría a los 47 años, dice: "A los 50, todo
el mundo tiene la cara que se
merece".
En esa frase está condensado mucho de lo que causa fascinación
y rechazo de Orwell. Tiene razón; es tan claro que no podemos evitar
darnos por aludidos; es tan sincero que causa vergüenza ajena. Y
además lo dice con una frialdad apasionada que alegra y deprime
a la vez.
Eric Blair se mira al espejo
Comencemos, pues, por la cara. Su cara. Aunque Orwell nunca llegó
a los 50 (tal vez la frase refleja una secreta esperanza o una autoironía
cruel de las que tanto gustaban), y aunque se conservan poquísimas
fotos, las obras, la biografía y la cara del escritor se han vuelto
una imagen única y compleja en la mente de sus lectores. El bigote
severo, las largas arrugas surcándole las mejillas, las orejas
saltonas y la mirada de humildad y decisión parecen ser la imagen
de las palabras que más se usaron para describir su posición
en el universo intelectual del siglo xx : profeta, santo, conciencia,
voz de advertencia y creador de las utopías negativas más
desoladoras.
Como prolongación lógica de esa cara, en
todas las fotos se mantienen malamente dentro del cuadro un cuerpo largo
y escuálido, vestido con toscas y arrugadas franelas o panas, los
codos remendados. La corbata o bufanda, como todo lo demás, más
un abrigo que un adorno. Así vemos hoy a George Orwell: la mirada
que ausculta un porvenir negro y mira a sus contemporáneos desde
una pureza incómoda. Todo en él muestra a un hombre que
no tiene tiempo más que para lo esencial.
Jeffrey Meyers tituló su reciente y valiosa biografía de
Orwell ¿La conciencia invernal de una generación? En la
versión española (Vergara, 2002), como suele pasar, le quitaron
el signo de pregunta y la palabra "invernal" (wintry). Pero
en esta nueva biografía- y en lo que George Orwell y lo "orwelliano"
significan hoy para nosotros- son necesarios el invierno y la pregunta.
¿Por qué conciencia "invernal"? La mirada de Orwell
es dura y fría, y no deja lugar confortable donde cobijarse. Sus
ensayos en que despotrica sobre el estado de la política, el lenguaje
y las diversiones elitistas y populares tienen el tono malhumorado y algo
chillón de una Casandra, un Jeremías o del Jesús
destemplado de Passolini. El tiempo en que le tocó luchar también
es invernal. En la Segunda Guerra Mundial parece que siempre lloviera
y el cielo estuviera encapotado y plomizo, y esa grisura no se disipó
con la llamada Guerra Fría.
El signo de pregunta también es importante. Los ensayos y las novelas
de Orwell plantean más preguntas que respuestas, su honestidad
intelectual es un llamado - aún hoy - a cuestionar, a cuestionarse,
a actuar pese a no tener las preguntas contestadas.
Pero Orwell no es triste: es severo. Lo "salvan" dos grandes
cualidades. Por un lado, la alegría que produce la perfección
del estilo, la descripción atinada, la metáfora feliz, el
análisis inteligente y certero. Por otro, su enorme capacidad para
autoexaminarse, criticarse y hasta burlarse de sí mismo. Soportamos
que ponga en el microscopio nuestras confortables certezas porque puso
antes sus amores, odios, miserias y cobardías bajo la misma lente.
George Orwell se mira al espejo. ¿Qué ve? En primer lugar,
a un hombre tímido e inseguro llamado Eric Blair. Con ese nombre
nació en 1903, y sólo lo cambió parcialmente -para
construir su personaje de escritor profesional- poco antes de su viaje
a España en 1936. Su cambio de nombre tiene que ver con uno de
los temas centrales de la biografía intelectual del escritor y
activista: su intensa relación de amor y horror con su tierra,
su patria, su Inglaterra. Quiere sacurdirse el Eric, un nombre que encuentra
horriblemente escocés, y lo cambia por George, el santo patrono
de Albion. Y Orwell es un río típicamente inglés,
que para él representa la campiña, la tranquilidad de un
paraíso premoderno, el mismo sueño pastoral que animó
otro sueño en su contemporáneo J. R. R. Tolkien: la "comarca"
de El señor de los anillos.
Hasta el final de sus días, Blair/Orwell vive a caballo entre sus
dos nombres, y una legión de estudiosos y catedráticos compusieron
toda una biblioteca con el tema del nombre. Ni los más cercanos
tenían en claro cómo llamarlo. Su hermana lo llamaba Eric,
mientras que para su esposa era George, pero a veces se le escapaba también
el viejo nombre.
Sufrir para contarla
"Nací en 1903 en Motihari, en Bengala, y soy el segundo hijo
de una familia angloindia", escribe Orwell en 1940 para una breve
entrada en una enciclopedia de autores. "Estudié en Eton,
de 1917 a 1921, pues tuve la suerte de ganar una beca, pero no estudié
y aprendí muy poco. No creo que Eton haya tenido mucha influencia
formativa en mi vida. De 1922 a 1927 formé parte de la Policía
Imperial India, en Birmania. La abandoné en parte porque el clima
me había estropeado la salud y en parte porque ya sentía
vagos deseos de dedicarme a escribir, pero sobre todo porque no podía
seguir sirviendo a un imperialismo que había llegado a ver fundamentalmente
como un robo".
¿Cómo es posible que el icono de la izquierda combativa
se haya educado en el colegio privado inglés más elitista
y que después, en vez de ir a la universidad como la mayoría
de sus compañeros, haya preferido trabajar en la primera línea
de la explotación colonial, como policía del Imperio en
Birmania? En este esbozo autobiográfico, parece disculparse ante
el lector y pedir que se mitigue su culpa por el hecho de que en Eton
no estudió y en Birmania se asqueó de su trabajo. Siete
años más tarde, en una introducción a una edición
ucraniana de Rebelión en la granja, se presenta diciendo que estudió
en "la más cara y esnob" de las escuelas, pero que ingresó
allí "gracias a una beca".
Su necesidad de disculparse se multiplica al contar su servicio en Birmania.
En el maravilloso ensayo-memoria Matando un elefante, concentra todo el
drama en una sofocante mañana en que, armado de un rifle, debe
abatir a un majestuoso y tranquilo paquidermo porque está rodeado
de malayos que -con una sumisión cargada de rencor y violencia
contenida- esperan que lo haga. En unas pocas páginas se reflejan
la miseria y la degradación del colonizador. En su primera novela,
Los días de Birmania, su personaje John Flory padece hasta la desesperación
la incompatibilidad de ser una buena persona y un funcionario del Imperio.
La autobiografía de Orwell bien podría llamarse "Sufrir
para contarla". En sus años formativos, sufrió la culpa,
la incomodidad y la humillación de estar con los privilegiados
y los opresores. Desde su vuelta de Birmania, a los 24 años, sufrió
físicamente -ya no moralmente- la suerte de los desposeídos.
Trabajó lavando platos en París, bajó a las minas
del norte de Inglaterra, sobrevivió como vagabundo, y de cada viaje
volvía con la salud más maltrecha, para contar sus viajes
a las injusticias de la sociedad capitalista con precisión de entomólogo
y una infinita piedad por los débiles y quebrados.
Estilo y ética eran dos caras del mismo compromiso para Orwell.
Su biógrafo Jeffrey Meyers, que lo considera un gran moralista
profético, dice: "Orwell, que escribió en una época
de inquietud y ateísmo, luchó por la justicia social y creyó
que ésta era esencial para tener tanto integridad personal como
política".
Unos son más iguales que otros
En La victoria de Orwell, el polemista inglés Christopher Hitchens
se ofusca por el hecho de que, en la segunda mitad del siglo xx, Orwell
haya tenido más críticos desde la izquierda que desde la
derecha. En una época de peligros y acomodos, la posición
de Orwell es inconfundible: vivió con los pobres, luchó
y arriesgó la vida contra el fascismo en España, postuló
en 1984 que el único futuro estaba en los "proles", tomó
posición siempre y en cada debate del lado de las izquierdas. Y
sin embargo...
Sin embargo, todavía hoy no se le perdona a Orwell que, denunciara,
desenmascarara y satirizara la traición que para él perpetró
el comunismo soviético contra los pobres, contra la causa del progreso
y contra sus propios principios. Sus dos obras más conocidas, 1984
y Rebelión en la granja, son panfletos disfrazados, respectivamente,
de antiutopía futurista y fábula con animales, cuyo objeto
de denuncia es la Unión Soviética de Stalin (un personaje
fácilmente reconocible en el cerdo Napoleón en la granja
y en el omnipresente a la vez que invisible Gran Hermano de su última
novela).
En las décadas de 1930 y 1940, las únicas
que vivió Orwell adulto, los progresistas de Europa veían
a la Unión Soviética como el último baluarte ante
el avance de la derecha y el capitalismo sin frenos. Los comunistas habían
sido los que más arriesgaron su vida y mejor se organizaron contra
el nazismo, y muchos progresistas quisieron no ver las atrocidades de
las purgas estalinistas, el uso del más rancio nacionalismo ruso
como arma ideológica y el aplastamiento de toda oposición
en la Unión Soviética y tras la guerra, en todos sus satélites.
Criticar era hacer el juego a la derecha. El inmovilismo y el derrotismo
implícitos en el más mínimo pedido de libertad tras
la cortina de hierro ponía al cuestionador del lado de los poderosos,
del gran capital, del statu quo.
La Guerra Civil Española fue la caída final de la venda
en los ojos de Orwell. Cuando estalló el conflicto, no dudó
en alistarse para "matar fascistas". Henry Miller, quien lo
recibió en París a su paso hacia Barcelona, lo describe
como imbuido de un fervor casi religioso y una seguridad total en que
la batalla es entre el bien y el mal. Aunque no comparte ni su análisis
ni su entusiasmo, el americano hedonista le regala un abrigo. Orwell le
dice que va como cronista y reportero, pero Miller está seguro
de que va a luchar.
En España, Orwell combatió con el POUM (Partido Obrero de
Unificación Marxista) y vivió, tanto en Barcelona como en
el frente, lo más parecido a su sueño de igualdad, de hermandad,
de generosidad, la revolución que suprime la injusticia y la sociedad
sin clases. Por supuesto -y esto lo han marcado bien los estudiosos catalanes
de Orwell-, su paraíso era una mezcla entre cambios reales y lo
que él quería y soñaba ver. Miquel Berga, en el prólogo
a Orwell en España (Tusquets, 2003), apunta que el título
de su fervoroso testimonio, Homenaje a Cataluña, no es un homenaje
a los catalanes ni a lo catalán en cuanto pueblo y cultura, sino
a "la epifanía política que ha vivido en Cataluña,
una revelación ideológica que va a marcar su futura obra
literaria".
Al volver a Barcelona desde el frente en Aragón, Orwell encuentra
que el POUM está prohibido, sus líderes asesinados, detenidos
o buscados, y que su vida corre peligro. Los comunistas los acusan de
ser trotskistas y de haber traicionado a la república pasando información
a Franco. Se salva por los pelos y, de vuelta en Inglaterra, se enfrenta
a sus antiguos camaradas, que no quieren oír hablar de rencillas
internas entre los republicanos.
Te sigue vigilando
Orwell ya había tenido problemas por contar lo que vio y por burlarse
de los "izquierdistas de salón" con El camino de Wigan
Pier, sobre la clase obrera inglesa, pero nada le había preparado
para las mentiras, invenciones y ocultación de hechos que utilizaban
los procomunistas para contar a su manera y justificar la participación
de la URSS en España (lo que Orwell veía como una alianza
con la burguesía contra los intereses del proletariado), luego
los tratados de Stalin con Hitler y, finalmente, la participación
rusa en la guerra en alianza con Estados Unidos.
Lo que hace escalofriantes tanto a Rebelión en la granja como a
1984 es que el poder absoluto reina no sólo sobre los cuerpos sino
sobre las mentes. La granja de los cerdos y la Oceanía del Gran
Hermano son regímenes auténticamente totalitarios, donde
está prohibido pensar de otra manera que la ordenada, donde el
Poder cambia el presente y también el pasado para acomodarlo a
sus necesidades, donde la verdad es absoluta pero cambiante.
En 1984, una parábola futurista escrita 35 años antes de
esa fecha, el mundo está en guerra permanente entre tres imperios
que se alían y se hacen la guerra entre sí. Cambian los
aliados y los enemigos, pero ningún bando vence ni perece. Los
"proles" mueren y la situación de guerra sirve a las
elites gobernantes de estos Poderes para mantener a sus subordinados en
regímenes de permanente grisura, escasez y terror.
En Oceanía, uno de los tres Poderes, unas pantallas de dos vías
(profecía que se cumple hoy con los sistemas interactivos) permiten
al Gran Hermano dar órdenes y vigilar su cumplimiento. Día
y noche. Los rebeldes y los tibios son torturados salvajemente en los
sótanos del Ministerio del Amor. Al Ministerio de la Verdad le
compete cambiar los documentos y registros del pasado para ajustarlos
al presente: el aliado actual lo fue siempre, y lo mismo el enemigo.
Winston Smith trabaja en este ministerio, pero algo no le cuadra. Por
un lado, el sentimiento irrumpe en su vida como una tromba primaveral.
Se enamora (aunque, como en todas las novelas de Orwell, es un amor algo
acartonado y abstracto, como la idea del amor). Por otro, supera el desprecio
hacia los "proles" que el Partido Interno (una especie de Comité
Central) imbuye en los funcionarios intermedios del Partido Externo, como
Winston. Comete el terrible crimen de pensar por su cuenta, se da cuenta
de cómo el sistema domina, aplasta y obliga a amarlo, y termina
cayendo en el agujero negro de la tortura.
Todo lo que vivió, todo lo que aprendió y leyó y
sufrió Orwell está en esa obra maestra de pensamiento hecho
ficción. En 1984 reaparecen los amos y los esclavos de Birmania,
la escuela para los que mandan donde Eric Blair estudió, y la escuela
para obedecer donde trabajó un invierno cruel como maestro. Y en
la escena de la tortura vuelven a aparecer las ratas, la grandes y espantosas
ratas que aterrorizaron a Orwell en las trincheras de Aragón. En
escenas de tortura casi imposibles de soportar, no importa cuántas
veces se las lea, Winston Smith es obligado a reconocer que "dos
más dos son cinco" -o tres, o cuatro, o lo que diga el Gran
Hermano-. Y que no hay verdad más allá de la que el sistema
dicta.
Hoy la mayoría de los que estudiaron las utopías negativas
de la primera mitad del siglo xx concuerdan en que el presente se parece
más a la novela paralela de su antiguo profesor en Eton, Aldous
Huxley. Huxley escribió Un mundo feliz antes de la guerra, y, en
su profecía, las marionetas del sistema no sufren sino que gozan.
Están programadas por la ciencia para desear el lugar que les toca
en la sociedad planificada. Los funcionarios intermedios (comparables
a los miembros del Partido Exterior de 1984) disfrutan de mucho tiempo
de ocio, espectáculos, deportes y sexo libre. Con la caída
del Muro de Berlín, fue un lugar común decir que el libro
de Orwell describía el infierno del comunismo, ya superado, mientras
que la novela de Huxley presagiaba el mundo de pseudo-democracia, estupidización
gozosa, consumismo y pasotismo del capitalismo tardío.
Y sin embargo… El mundo de la tecnificación y la informática
llevó a que gobiernos y corporaciones vigilaran y pudieran controlar
los hábitos y gustos de los ciudadanos de forma "orwelliana".
Y ahora, el patético Sr. George Bush está cambiando el mundo
de una manera que resuena extrañamente en la mente de cualquiera
que haya leído 1984: la guerra permanente, los aliados (que eran
los enemigos de anteayer) contra el Eje del Mal (que eran los aliados
de ayer), la detención y tratamiento de personas fuera de toda
legalidad y sin acusarlos de ningún
crimen…
Pero no todo está perdido. En su ensayo, que rescata a Orwell para
entender el hoy, Christopher Hitchens ve un rayo de esperanza en el hecho
de que, en 1998, Barcelona le dedicase una plaza, que se abre entre callecitas
sin sol y edificios medievales en el corazón de Ciutat Vella. "Cataluña
se ha liberado del fascismo contra el que Orwell combatió y al
que jamás se sometió… y lo ha reemplazado por un sistema
democrático y pluralista con un fuerte sabor radical e izquierdista",
se entusiasma Hitchens.
Hace poco estuve en la plaza Orwell. Los vecinos han pedido al ayuntamiento
(¿radical e izquierdista?) que instale cámaras permanentes
de vigilancia porque jóvenes contestatarios, gamberros e indeseables
habían tomado la plaza. El temor, como en gran parte de la ciudad
vieja de Barcelona, se concentraba en los extranjeros, los distintos.
Llueve, hace frío, grupitos de jóvenes hablan en voz baja,
los pasos resuenan sobre la piedra mojada.
En un rincón de la plaza Orwell, el ojo de la cámara mira.
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Roberto Herrscher
es periodista y profesor de Periodismo, corresponsal en España
de la revista Opera News y responsable en Lateral de la sección
"Sin
ficción".
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