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mayo 2004
Nº 113

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Desnuda bajo la lluvia
Ena Lucía Portela

A Evelyn Hatch, por si volviera a ser

Hay una tarde de lluvia donde E se acomoda frente a la cámara. Un fogonazo (un decir) en la penumbra del estudio y ya: por enésima vez Bruno atrapa la sonrisa.
La sonrisa de E. Una frase que repetiré muchas veces en muchos tonos; un gesto impreciso -no en el tiempo ni en el espacio, más bien en el significado, en la multiplicidad de posibles lecturas-, una señal incierta, irónica si se quiere. Empecinadamente natural. Hasta se podría sacudirla un poco y guardarla en un cofrecito de hueso o de marfil, en un cajón de sastre junto a otras rarezas de siglos lejanos. Sólo que no serviría para nada.
La penumbra en el estudio de Bruno no tiene que ver con el encierro ni con la hora. Es artificial, fabricada por él como elemento indispensable de una atmósfera de intimidad, de atardecer profundo, ebrio al punto de tambalearse y no caer gracias a una mínima dosis de anfetamina. En ella (la penumbra) intervienen la soft box, para difuminar y suavizar los haces procedentes de la lámpara, y también la rejilla, para obtener un efecto de luz semejante a las manchas de un leopardo fantasma en una selva fantasma sobre el cuerpo de E y las superficies mullidas que lo limitan. El paraguas ilumina dorado un territorio aún más vasto: la sonrisa ambivalente de E, la lluvia por dentro...
No suena mal: la lluvia por dentro, la sonrisa ambivalente, el leopardo... Excelente montaje. Uno se pone lírico y entona canciones de victoria hasta creerse el gran brujo del mundo, el artífice de bellas frases para consumo de algún lector paciente que desenvuelve paradojas cómodamente arrellanado en su butaca. Y es ahí donde sobreviene el extravío, donde el mensaje auténtico se corrompe, se decolora y adquiere la tonalidad engañosa de una rubia oxigenada, apócrifa.
Porque lo cierto, Bruno sabe, es que se ve fatal. A pesar de tanto manifiesto y tanta academia y tanta teoría semiótica con Boticelli pintando su nacimiento de Venus, su primavera y otros lienzos a partir del catálogo de una pinacoteca perdida, después de todo lo ocurrido -lo que no cabe en estas escasas páginas, pues requeriría de tomos, más tomos y alguna firma prestigiosa para ser tratado como merece-, no ignoramos que no existen oraciones capaces de justificar una imagen visual. Ésta o habla por sí misma, o se va al carajo.
Bruno le ha dicho a E que así no puede ser, que lo estropea todo al sonreír de esa manera. Se lo ha repetido con las mismas palabras de ayer y del viernes, otra prueba de la existencia de una región, una extensa región, donde rige la inutilidad del verbo. Por si necesita argumentos (algunas muchachas son bastante razonables y Bruno tiene motivos para suponer que E es una de ellas), ahora le explica que lo sabe porque anoche reveló unas cuantas de la otra serie; si lo desea, mujer incrédula, puede verlas tendidas en el sótano. Quizás le gusten a alguien, al lector de la butaca o a la misma E, quien a lo mejor se prefiere espiritual, etérea, soul, pero en realidad son un desastre. Más románticas -o experimentales, como de la época en que la fotografía era toda ella un arte de vanguardia- que otra cosa. Dan grima, dan ganas de halarse los pelos. Si el gran brujo las reuniera en una exposición bajo el lema "Cómo deserotizar el objeto
erótico", alcanzarían su punto máximo de ejemplaridad negativa.
¿Qué ocurre? Nada, por más que las ha retocado moviendo opacidades y brillos de aquí para allá, desdibujando todavía más las manchas del leopardo, la mirada no acaba de caer sobre los pezones, lo primero que le interesa destacar. Parece mentira, porque ella los tiene grandes y muy parados, como si apuntaran hacia algún enemigo invisible que anduviese por el techo o los rincones del estudio. Son el deseo mismo de pellizcarlos, chuparlos, morderlos...
Es ése y no otro el efecto que Bruno quiere obtener: una imagen provocativa, juguetona hasta agredir y al mismo tiempo acariciar. Nada de veladuras -no emplea ninguna clase de filtro- o innovaciones técnicas. Busca lo primario, lo ya inventado, lo cotidiano. Lo eterno. Ningún pretexto reflexivo, mucho menos poético, que se interponga entre E y las fantasías más urgentes del espectador. Por desgracia la sonrisa se lo traga todo. Con una fuerza que no alcanza él a comprender, la sonrisa se convierte en un centro focal que devora sus propósitos.
Ella se encoge de hombros y le dice bueno, vamos otra vez. Nunca pregunta, nunca discute, nunca se resiste. No parece resignada, tampoco incómoda, cansada o molesta. No parece absolutamente nada, ni siquiera indiferente. Aponía, ataraxia, sangre de horchata, justo la idea estereotipada que uno se hace de un aristócrata inglés o de un monje tibetano. Bruno no está muy seguro de que ella lo escuche, si bien por ráfagas tiene la impresión de que no lo engaña, de que está dispuesta a cooperar. Él sospecha, sin embargo, de su impresión.
Y es que a veces se obnubila, se deja llevar por un demonio complaciente y risueño que le hace cuchi cuchi y otras carantoñas con una pluma por dentro del estómago -también les sucede a los escritores, a los músicos, a los plásticos y demás brujos- y entonces, ya en el vicio de la repetición, en el ritornello, se le pierde el sentido de la crítica y sólo ve lo que quisiera ver. Una peonza que para bailar se pone la capa y para bailar se la vuelve a quitar, un grifo mareado, una serpiente que se muerde la cola. Para escapar de eso tendría que abandonar la partida, derribar a su rey bien protegido tras el fianchetto y salir a caminar, presenciar un accidente de tránsito, extremidades que se agitan debajo de la jimagua, un derrumbe, una pelea, tomar cerveza. Esta mujer lo confunde.
Como un principiante, lo lleva todo anotado: el tipo de cámara (la misma, la de siempre, pero no me pagan para que les haga propaganda), la marca y la sensibilidad de la película (ídem), el tiempo de exposición y la apertura del objetivo. Todo bien. Insultantemente bien. El único problema es la sonrisa. Pero no hay quien le gane. Si usted le gana a la sonrisa de E, le ofrecemos una pizza gratis, de langosta, familiar, o un viaje de placer en un crucero por los mares del Sur. ¡Bah, utopías! Ella (la sonrisa) puede más que cualquier andamiaje tecnológico, por costoso que sea, y no sé cuántos cursos de fotografía, sin contar los años de experiencia. ¿Qué hacer? es lo que se pregunta Bruno al final de cada ola, cuando siente que se repite.
Retumba un trueno, la lluvia arrecia y va en picada contra los cristales.
E vuelve a tenderse sobre la alfombra, entre almohadones como un Tiziano. O un Manet que, quizás sin saberlo, hace la parodia de un Tiziano: donde hubo un perrito claro, hay un gato erizado y prieto; donde estuvo la Venus de Urbino, aparece Olimpia; se doblan, en fin, el decorado y la mucama. A nuestro artista, sin embargo, no le satisfacen ni la majestad de la primera ni la desfachatez de la segunda. Ninguna de las dos le parece deseable, que Dios lo perdone. Piensa que a lo mejor se trata de la posición, tan impostada, la misma de la duquesa de Alba y de tantas otras mujeres de óleo, acuarela o pastel. Le indica a E que abra las piernas.
Le hubiera gustado dejar eso para lo último. El ritual acostumbrado: la modelo se cubre con una mano, se descubre poco a poco, al final la mano muestra más de lo que esconde con fingido descuido -uno sabe que es fingido porque uno no es bobo, pero sucede lo mismo que en el teatro: el espectador no tiene escrúpulos en participar de la ilusión-, el índice señala a un vórtice cada vez más nítido como susurrando al oído "mira, mira lo que tengo aquí, ¿qué te parece?" y entonces un close-up, otro, otro más, sin dedos ni artificios. ¡Ah, el índice debe ser como el de E! Largo y ahusado, de modo que sugiera habilidad. La uña muy corta para evitar cualquier inconveniente, para conjurar el arañazo o la misma inverosimilitud de la escena imaginada. Bruno se pregunta en ocasiones cómo se las arreglan las mujeres de uñas demasiado largas, por otra parte tan antiestéticas, para... bueno, no precisamente para escribir a máquina.
La muchacha alza las rodillas y separa los muslos. En el izquierdo, por dentro, un diminuto lunar que parece pintado por un pícaro o por uno de los pequeños maestros del xviii francés. El detalle alucinante, el grano de sal en la tarta de guayaba. Sería un crimen ocultarlo con la base neutra, así pues, el gran brujo le perdona la vida.
E se mueve despacio, sabe que por estos días todo el tiempo de Bruno -y un respetable cheque para cobrar en el banco financiero- son para ella. Su naturaleza, además, no incluye el apuro. ¿Correr para qué? ¿Correr para llegar adónde?
E se arrastra y se regodea. Es sinuosa, es puta, es
perfecta.
De pronto se incorpora a medias, mira en derredor, agarra un cojín forrado de terciopelo y se lo coloca debajo de las nalgas.
-Aparta las manos -dice Bruno-. Vamos a ver qué pasa.
Vuelve a posar y ahora exhibe, rodeada por el vello color cobre espléndidamente idéntico al de sus axilas sin depilar, la vulva rosada, algo húmeda, burbujeante. Un ovalito contraído -nadie sabe por qué, en el estudio no hay nada de que asustarse como no sea del enemigo invisible, ése al cual se desafía: "Aquí tú no entras"-; la perilla enhiesta, sobresaliendo entre los mínimos pliegues. Deliciosa, firme, evidente. Dan deseos de lamerla mucho rato, de hundir la boca y la nariz en ella.
Bruno piensa que nunca las pintaron así, justo como mejor lucen. Ni soñarlo. Por menos que eso por poco apedrean a algunos artistas y les destrozan los cuadros o los arrojan todos juntos, artistas y cuadros, en la hoguera de las vanidades. No ha dejado de ser ingenuo y, tal vez por eso, no comprenderá jamás a las personas para las cuales las vanidades son malas.
"Los fotógrafos hemos bregado con más suerte", se dice palabra tras palabra, como un orador ante su público, "si acaso se le puede llamar así, puesto que somos más recientes y a menudo habitamos en las márgenes de lo sacro, una especie de zona de tolerancia. Pornografía y arte, una frontera bien trazada y cada cual en su sitio, la etiqueta enganchada en la espalda con un alfiler. Mientras no haya confusión estás a salvo... ¿Por qué pienso en esas cosas ahora? ¿Qué me importan? No puedo ni quiero dejar de ser lo que soy y tampoco puedo ni quiero cambiar a las personas. Hay algo inmaduro, no se me escapa, algo patético y divertido en gimotear así".
Entretanto el cuerpo sobre la alfombra, el cojín, los flecos de un chal, el vórtice. ¡Qué bella es! En serio que dan deseos de soltar la cámara. Aquí se le acaban casi las palabras a Bruno.
Mientras la observa, poco a poco va creyendo que E podría llegar a ser una gran lesbiana, ilustre como las del club de admiradoras de Helena o las muchachas en flor que se rozan los senos al bailar o las del almanaque de mujeres de Djuna Barnes. A lo mejor ya lo es, no le ha preguntado. Entre espumas, transparencias y encajes, la perspectiva sáfica. Bruno sería muy feliz si lograra colarse en alguna de esas peñas; se disfrazaría y todo si hiciera falta. Es un hombre simple, de los que piensan que, mientras más mujeres, mejor. Si esto sale bien -la esperanza va y viene; como salida del fondo de la caja de los males, revolotea por el estudio, se posa en su frente-, quizás le proponga a E un par de sesiones con...
Por lo pronto se ve fabulosa (E) con su sonrisa vertical... y no tanto con la otra sonrisa. La inefable, la persistente, la casi mística y abrumadora. La que se clava con atrevido protagonismo en el mismísimo centro del flash.
-No sirve, E, no sirve -algo lo fatiga-. No necesito revelarla para saber que no sirve.
La muchacha se sienta en la posición del loto y lo mira ¿triste? Quién sabe. Le queda bien ese maquillaje ligero que acentúa sus propios colores. No hay marcas en la piel. Ni una mancha, ni una estría, ni una cicatriz, nada. Cualquiera la creería virgen, no del enemigo invisible, sino en un sentido más abarcador.
De repente le entran ganas de abofetearla con tal de borrarle del rostro esa expresión que no entiende y que le arruina el trabajo. Cuenta hasta diez, un respiro, hasta once. No basta. Se repite réflex treinta y cinco milímetros, réflex, una palomita mental, objetivo ochenta y cinco milímetros, objetivo, otra palomita mental, diafragma efe cinco coma seis, dia...
-¿Te das cuenta de que me estás volviendo loco?
Enciende un par de cigarros a la vez y le impone uno a ella. Nunca la ha visto fumar, pero la brujita lo acepta dócil.
-Ven acá, chica, ¿tú no puedes poner otra cara?
Ella ladea la cabeza como los perros ante lo insólito, como si tres travestis muy escandalosos cruzaran el desierto con sus tacos altos, su música y sus lentejuelas. Lo vigila a través del humo que apenas absorbe, se protege. Bruno piensa que si se le acercara demasiado, ella sería capaz de huir, de correr hacia la calle y perderse, así mismo, desnuda bajo la lluvia. Piensa que quizás no podría alcanzarla y quién sabe si volvería a verla.
Le describe el gesto que espera de ella, si bien a estas alturas le da lo mismo cualquier mueca que no se parezca a la puñetera sonrisita equívoca que ni el cigarro consigue extinguirle. No es fácil describir un gesto, menos cuando se trata de algo tan sutil, pero Bruno se esfuerza. Tampoco tiene sentido enseñarle las fotos de las otras, ella no tiene por qué imitarlas, cada brujita debe mostrar su propia personalidad. ¿Pero acaso no es eso lo que ella hace? Aquí se enreda de nuevo nuestro artista, se muerde la lengua para no recaer en la libreta del novicio con sus palomitas mentales.
Afuera hay un diluvio, truenos por aquí y truenos por allá que conforman un grandioso único trueno sobre su cabeza. El Vedado, con sus discretas lomas, se las da de cumbres borrascosas.
-Nunca pretendí desnudar a la virgen de las rocas, ¿me entiendes? ¡Nunca! Voy a Barcelona -no quisiera gritar y grita-, te lo he dicho más de cuarenta veces, a un festival de cine erótico y la Mostra d'Art es de arte, sí, arte, erótico. No espiritista ni psicoanalítico. Erótico. E-ró-ti-co. Y tú, con esa cara de yo no sé ni qué, dejas impotente a cualquiera. ¡Es un cabrón cubo de agua fría! Tienes que poner la boca así, mira para acá -ella no ha dejado de mirarlo un instante-, así.
Y la pone. Y ella vuelve a ladear la cabeza. Y se ríe a carcajadas. Como un arbolito de Navidad repleto de cascabeles y agitado por el viento que sopla del otro lado de la pared, se ríe tanto que casi se le salen las lágrimas. Los senos suben y bajan al ritmo de la risa y la muy burlona por poco se atraganta con el humo. Está bien, que se ría. ¿Qué puede hacer Bruno? Hablar con E no conduce a nada. Se calla. No tiene remedio.
Podría cubrirle el rostro con su propio pelo rojo. Un velo sutil, tras las llamas un paisaje por adivinar. No es lo óptimo, pero en fin, si no hay alternativa... Porque lo único que no hará es buscar otra modelo. Eso no. Aunque tenga que retorcerle el pescuezo. Ella es suya, él la encontró, él la descubrió en la calle entre miles de mujeres más llamativas. E: menuda, descarada, libre, él la trajo al estudio.
Aparte de sus piernas, delgadas, pero muy bonitas -en muchas fotos de la otra serie lleva medias negras, lástima que no salieran bien-, recuerda Bruno, lo que más le gustó de ella, curiosamente, fue la sonrisa...
No se me ocurre cómo describirla, cómo hacer que la veas para que entiendas al pobre Bruno y no pienses que es un excéntrico. No es cuestión de presionar el obturador y listo, pues no todo es retratable. Se podría decir, quizás, que esta sonrisa es la de alguien que ha vivido un episodio espantoso y magnífico, una aventura muy especial, de esas que suceden sólo una vez en la vida; la de alguien que recuerda con amabilidad sarcástica, alegre rencor y quién sabe cuántas contradicciones más a un amante extremadamente único, de todo punto insustituible.
Cuando Bruno la vio por primera vez, ¿cómo imaginar que estaba fija a su dueña como la máscara de hierro a Monseñor Luis? Al fin y al cabo, ¿quién es la dueña de quién? No le atraía tanto ella (la sonrisa) como lo que se ocultaba detrás. Qué tonto. ¿Cómo imaginar que llegaría a molestarle? Porque le molesta bastante: ni siquiera la cortina cuprosa ha dado resultado. Otro fracaso. El mismo fracaso de siempre. La sonrisa persiste fantasmagórica aun detrás del fuego y es hasta peor: el ojo del espectador se ve compulsado a intuir, a remover, a descifrar. Del mentón no baja.
¿Y si la fotografiara todo el tiempo de espaldas? Podría resultar interesante que no se viera la cara. Podría resultar. Muchacha secreta o algo por el estilo. ¿Quién es? ¿Una actriz famosa? ¿Una vecina? ¿Su asistente? ¿Su mujer? ¡Identifíquela usted! Para no angustiarse, Bruno la emprende a mentiras contra sí mismo. Prosigue. La muchacha secreta no se parece a la bañista de Valpinçon, ni a la Venus de Velázquez, la del espejo, el mejor culo de todos los tiempos. Demasiado famosas, demasiado reconocibles. A Bruno le encantan los espejos, le fascinan, estimulan su imaginación con las múltiples posibilidades que ofrecen. Pero no procede introducirlos en la serie de E. ¿Para qué duplicar lo que fastidia?
La muchacha secreta con los codos apoyados en la alfombra: las nalgas redondas, no muy firmes, escandalosamente inmaculadas, en forma de corazón invertido, manzana o pera, como las que exhiben, según el enano, las coristas del Molino Rojo; un anillo todavía más contraído que el ovalito -para advertir al enemigo invisible: "por aquí ni se te ocurra" -, rosado como todo lo rosado que hay en ella, quizás más oscuro; el vello color cobre, la sonrisa vertical ahora al revés, pero igual de esponjosa y tentadora entre dos labios rechonchitos que caen un poco y hacia el fondo de la composición, aprovechando el ángulo favorable, también caen los senos como mangos maduros, puntiagudos y verdaderos, anteriores a esa cultura de la silicona que no le hace ninguna gracia al gran brujo.
Lenta se mueve, gatea y todo su cuerpo ondula. Lo que Bruno desea ahora es arrodillarse detrás de ella, sostener con las manos el peso de los senos -los pezones duros, una cosquilla en las palmas, apretarlos, estirarlos, hacer que le duelan- y penetrarla de un tirón. O el ovalito o el anillo, da lo mismo. Así de contraídos, imagina cuánto aprietan. Que gima, que grite, que se retuerza...
Lo devuelve a la realidad del estudio, de la cámara y los demás aditamentos, del temporal en la calle, no el arte, como debiera, sino la sonrisa de nuevo. No distingue el rostro de E, pero tampoco logra concentrarse porque, de alguna manera que ya lo asusta, sabe que ella sonríe. ¿A eso no se le llama paranoia? Creo que sí.
Nunca había pensado en E como amante. Suya, quiero decir. La modelo es la amante del espectador, lo que Bruno siente por momentos mirando su cuerpo es lo que quisiera transmitirle a él (o a ella). Nunca la había tocado, pero sin que interviniera ninguna convicción en particular distinta de su vieja manía de orden en el sentido de no mezclar las cosas. Vagamente soñaba con todo lo que haría al concluir el trabajo… Ahora, en cambio, está convencido de que jamás podría acostarse con ella.
Existe algo que la hace intocable. No está en su cuerpo, en lo que puede capturar un ojo en busca de placer, pero es lo que revelan las fotos. Quizás la huella de aquel desconocido (para Bruno) con quien nadie se compara. ¿Qué le hizo, por Dios, qué le hizo? No se atreve a preguntarle. ¿Podría ella explicarlo con palabras? Tal vez, aunque tampoco serviría de mucho: sobre ella gravita, el gran brujo lo intuye, el espectro de lo irremediable, de lo ya vivido, de lo que arrastra hacia un fondo de peligrosas densidades y proscribe la alegre frivolidad de su arte.
Se rinde. Con la mayor cortesía que puede, le dice que han terminado por hoy. Como en la lluvia nadie manda, le advierte de que, si quiere, puede quedarse hasta que escampe. Ella se levanta sin decir una palabra y camina hasta el rincón alejado de la luz donde había dejado sus ropas muy bien dobladas sobre el respaldar de una silla. No parece inquieta. Claro. ¿Por qué habría de estarlo? Toda la ansiedad la carga Bruno, le corresponde. Por hoy no habrá más fotos, ¿y mañana? ¿Qué hará mañana? No tiene la menor idea. ¿Qué puede hacer contigo, E? ¿Dónde te pone? Su entusiasmo del principio anda por el suelo.
La llama y una voz le responde desde el rincón de la silla y la penumbra: -Sí, dime.
-E, tú te das cuenta de que algo no funciona bien, ¿verdad?
-Sí, me doy cuenta. Parece que vas a tener que buscarte otra muchacha.
-No, E, yo no quiero otra.
-¿Y entonces? ¿Qué tú quieres que yo haga? Me dices que no sonría, no sonrío. De verdad que no. Pero tú no te conformas, qué va. Tú insistes. Que yo sigo sonriendo, que te vuelvo loco y todo eso. Lo que pasa es que no te gusta mi cara...
La interrumpe: No exactamente...
Lo interrumpe: Bueno, algo parecido. Yo no sabía
que la cara era tan importante para esta clase de fotos.
-Yo tampoco lo sabía, nunca me había pasado una cosa así, en serio. Pero dime, ¿tú habías hecho esto
antes?
Emerge de la penumbra ya vestida, con un cigarro encendido. Un trueno enturbia el sí, una vez. Pero fue distinto, bien distinto. A él sí le gustaba mi cara, le gustaba todo lo que yo hacía. Los ojos de E brillan con un resplandor próximo a la ambigüedad de la sonrisa maldita.
-¿Y por casualidad conservas esas fotos? Me gustaría echarles un vistazo. Digo, si no te molesta.
-No, no me molesta. Me queda una sola, las otras se perdieron o se las confiscaron cuando todo explotó. Pero estás de suerte, por lo menos en eso, porque siempre la llevo encima.
Busca en el bolso de cuero mientras Bruno se pregunta si "él" es él, el amante irreversible, y le pregunta qué cosa fue lo que explotó.
-Todo -responde-, todo explotó. La gente no entiende, ¿sabes? Hubo un juicio -se encoge de hombros como tantas veces le ha visto hacer el gran brujo a lo largo de estos días-, donde se dijeron horrores. Después no supe más nada -suspira con una rabia muy antigua-. No volví a saber.
Le tiende una foto en blanco y negro, tamaño postal, los bordes muy gastados hasta redondear las esquinas.
-Primera vez que se la enseño a alguien.
Bruno se acerca a la lámpara y lo que ve lo sobrecoge. La luz hace saltar implacable ante sus ojos (acostumbrados, como supondrás, a toda clase de juegos y locuras) a E tendida, completamente desnuda, con el cuerpo de frente, los brazos detrás de la cabeza y una rodilla flexionada lo suficiente como para que se vea el lunar en el muslo y aún más. Graciosa, sonriente, una pequeña reina ya segura de su poder... a los siete u ocho años.

Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es narradora y ensayista. Tiene publicados varios libros de relatos. En 1999 ganó el Premio Juan Rulfo de cuento. Su novela Cien botellas en una pared (Debate, 2003) obtuvo el Premio Jaén de Novela y hace poco fue traducida al francés.