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mayo 2004
Nº 113

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Al paso de los sherpas
DIEGO CALDERÓN

En febrero de 2000, el fotógrafo venezolano Diego Calderón convivió con los habitantes del techo del mundo. En ese momento, la cámara fue su mirada para contar la historia de cómo se vive en las condiciones más extremas. Hoy retoma sus notas de viaje para describir lo extraño y lo cotidiano de la vida en las cumbres.

A las pocas horas de emprender el regreso cayó la ligera nevada, preludio de una tormenta que no dejaría ver más allá de dos metros. Por un lado teníamos paredes de hielo, nieve y roca, del otro lado sólo había precipicio. El camino continuaba en la otra cumbre, y cuando llegamos al primer puente colgante, que se balanceaba azotado por el viento, los sherpas soltaron una carcajada porque mi expresión de susto les resultaba muy graciosa.
Cuarenta días atrás, en un refugio en el valle del Khumbu, la región montañosa al este de Nepal, leí en un cartel la predicción de los momentos que aguardaban: "El Everest te sacará lágrimas que se congelarán en tu cara". No fue necesario escalarlo para sentir el rostro hecho una máscara, como si fuera vidrio quebradizo.
En mi caso sólo se trataba de un trekking fuerte, sin pretensiones de coronar ningún pico, tan sólo convivir con los sherpas una temporada, y caminar por las mismas rutas que las grandes expediciones hacen hasta el punto conocido como el Campamento Base del Everest, desde donde salen unos pocos para jugarse el todo por unos breves minutos de gloria en la cima más alta del mundo.
Un escalador me recomendó contratar a Nawang como guía. Se trata de un sherpa que suele ser llamado para esas mismas expediciones de envergadura, y para quien mi gran aventura no era más que un paseo por el vecindario. Si bien agudizando el sentido común la ruta no reviste de mayores peligros, se debe estar en excelentes condiciones físicas, además de guardarle el debido respeto a la montaña. La ventaja de ir acompañado de Nawang era poder socializar con mayor facilidad con los sherpas y algunos monjes en las montañas.
El primer acercamiento a la vida de los sherpas fue caminando en la misma ciudad de Kathmandu, donde, sobre todo en los barrios tibetanos como Boudanath, se encontraba celebrando el "lhosar", el año nuevo tibetano. En los centros de devoción se oía más fuerte el rumor del mantra "Om mani padme hum", en los templos tronaban las trompetas tibetanas, y se quemaba más incienso de lo normal, dejando una bruma por todo el lugar.
De un monasterio en Boudanath salió un niño trajeado con la indumentaria de lama, escoltado de una pequeña corte que afanosa le acomodaba el manto, tendría más de doce años y su mirada era la de un adulto muy serio; la gente decía que se trataba de un "Rinpoche", la encarnación reconocida de un maestro tibetano muerto años atrás. El realismo mágico asiático me daba la bienvenida y para ello había que guardar la compostura adecuada, lo que incluye el evitar expresiones de incredulidad occidental.
La noche antes de partir a las montañas, Nawang organizó con su familia una gran fiesta y, por no querer ofender, acepté toda cerveza y bebida que continuamente llenaban mi vaso. Los sherpas no aceptan fácilmente un no como respuesta de sus invitados. Si terminaste el plato de comida, te lo volverán a llenar una y otra vez. Lo cierto es que cuando un sherpa celebra, espera que los invitados salgan a rastras de la fiesta y, tratándose del "lhosar", hacen un mayor esfuerzo para que todos queden bien comidos y bebidos.
Al día siguiente, con la cabeza dándome vueltas por la resaca, me puse la mochila grande a la espalda y otra más pequeña pegada al pecho donde van los equipos fotográficos. En la calle me encontré con un Nawang que tampoco tenía buen aspecto, llevaba, además de su mochila pequeña, unas gallinas muertas que chorreaban agua y sangre a través de la bolsita, regalo para una familia que de paso sería nuestra anfitriona en Lukla, adonde nos dirigiríamos en avioneta. Me tocó cargar, como peso adicional, unos cuantos kilos de cebolla para el Lama Geshe, quien nos recibiría una temporada en su casa en Pangboche, más adentro montañas. En esos días había preguntado qué podría gustarle al Lama que le llevase, y me contestaron casi sin dudar "cebollas".
Volamos en una avioneta bimotor Twin-Otter, cuya especialidad son los despegues y aterrizajes en pistas cortas y accidentadas. Existen varias empresas que recorren los himalayas como taxis aéreos. "Yeti Airlines", "Air Budda" o "Shangri-La" son nombres muy evocadores para una aerolínea nepalesa, cuyos vuelos demandan una gran pericia a los pilotos, y donde no son pocos los accidentes.
Antes de abordar, presenciamos cómo abarrotaban la pequeña sección de carga de la aeronave, entre costosos equipos de escalada de una expedición al pico Ama Dablan: mi mochila grande, unas cajas de gallinas vivas y paquetes de víveres mal atados. En la cabina viajaba detrás de mí un monje que no paraba de sonreír, varios sherpas y unos australianos. Nawang a mi lado, luego de tragarse un enorme y grasiento bocadillo, se durmió y roncó los cuarenta minutos de vuelo, incluyendo las salvajes turbulencias que luego agitaron el avión.
Hay que tener estómago para estar en una avioneta que remonta pesadamente las cumbres y observar desde la ventana lo cerca que se pasa sobre ellas, a merced de un viento que parece venir de todas partes.
Un golpe de aire nos levantó por la derecha, y ocasionó un feo crujido en el fuselaje. Vapuleados de un lado a otro por las corrientes, de inmediato descendimos bruscamente; mientras, los motores incrementaban potencia. A uno de los australianos le dio por gritar, mientras el monje de detrás de mí me hace con su mano la figura de avioncito que desciende, como para decir que "ya vamos a aterrizar"; yo no veía dónde, sólo montañas, nieve y una ladera con un peinadito rectangular. No dio tiempo ni de horrorizarse cuando ya el golpe de las ruedas anunciaron contacto a tierra, y el Twin-Otter, que de avión pasó a convertirse en jeep, trepó en tres ruedas los 400 metros de pista de tierra sembrada de baches, montaña arriba, en un ángulo de 60 grados. Entretanto, Nawang tenía apoyada su cabeza en mi hombro, desperezándose de su dulce sueño y yo apretando la mochila de las cámaras contra mi pecho.
Al detenernos en la parte superior de la pista, había otra aeronave más pequeña, a tope de personal y carga, que aguardaba para despegar usando la misma pista pero en sentido inverso, con los motores revolucionados a toda potencia; entretanto, unos hombres ayudaban a ubicarla para bajar por el tobogán que termina en precipicio. Un niño a bordo nos saludaba, mientras unos turistas en otra ventana lucían una expresión de resignación. Sueltan la aeronave que se lleva toda la pista, pisando algunos baches, y se va de largo por el abismo, luego de unos segundos respiramos al volver a oírla y ver cómo ganaba altura para cruzar la cadena montañosa.
De inmediato nos apuraron para recoger nuestras cosas y abandonar el área, cuando surgió encima de nosotros un gigante moscardón amarillo, de fabricación y tripulación rusa curtida en el Afganistán de los años 80. Apenas posa en tierra y sin apagar el rotor, los sherpas abrieron las puertas traseras del helicóptero, desde donde en cuestión de minutos sacaron materiales de construcción. Enseguida se introdujeron quince personas con mochilas grandes, a la señal de un sherpa el piloto asintió, lanzó aburrido su colilla de cigarrillo por la ventana y elevó la máquina en una violenta maniobra inclinada hacia delante, como si fuera a podar un césped. Lukla es todo un portaaviones en el Himalaya, a 2.800 metros sobre el nivel del mar.
Todo sucede muy rápido porque se trata de aprovechar el buen tiempo, el día soleado con un techo de nubes razonablemente alto que garantice el tráfico aéreo. Desde ese punto suele haber un hervidero de gente, expediciones que van y vienen, en largas filas con cargas a lomo de yak o a hombros de sherpas. Sin embargo, todo puede colapsar en cuestión de minutos.
"El occidental viene a Nepal para aprender a tener paciencia", dice la hija de Nawang, que trabaja en una posada, si
el tiempo está en contra, las operaciones aéreas se detienen y el término "cerrado
indefinidamente" se convierte en una antipática referencia climatológica. A los visitantes que vienen de regreso de semanas de aventuras extremas, que sueñan con una prolongada ducha caliente y un atracón de comida en Kathmandu, no les queda otra que rumiar sus penas. Cosa que es buena para la economía de Lukla, cuyas posadas adornadas con fotos viejas y recuerdos de otras expediciones se llenan de huéspedes en una noche de tormenta, alrededor de la estufa de leña, donde algunos beben callados su taza de té, escriben sus diarios, otros hablan de hazañas propias y ajenas, reales o inventadas, a veces respaldados por un mapa, trazando rutas: "Yo no subiría por esa vertiente, a los taiwaneses les fue muy mal..."; o haciendo gestos para hacer más gráfico el relato: "... y de pronto quedé colgado así de la cornisa..!".
Allí es donde uno empieza a sentir también, entre esas fotos viejas, la presencia de Edmund Hillary, y no precisamente por haber sido junto con Tenzing Norgay los primeros en coronar el Everest. Eso es secundario para los sherpas, quienes sienten una profunda gratitud por todo lo que él hizo y sigue haciendo por ellos. Desde los años sesenta, ha sido un gran impulsor en llevar escuelas y hospitales rurales a esas montañas. La misma pista aérea de Lukla existe, porque Hillary ayudó a que se llevara a cabo, y no sólo para facilitar el acceso a otras expediciones.
Ese primer éxito en el Everest marcó el progreso en el Himalaya con los turistas y las expediciones. Los sherpas, de por sí dotados de un astuto espíritu para los negocios, aprovecharon la oportunidad y se convirtieron en anfitriones y guías de las montañas, que siempre han sido su hogar, aunque nunca antes sintieran la necesidad de coronar cumbres, por demás, sagradas para ellos. Algunos, como Sonam Sherpa, se han hecho empresarios muy diversificados dentro del turismo, cuando tienen la oportunidad entregan su tarjeta y apoyados de un folleto plastificado se presentan: "Mi empresa se encarga de todo, desde recibirlos en el aeropuerto en Kathmandu hasta toda la logística de ponerlos en la cumbre, posadas, guías, porteadores, equipos de alquiler, pasajes aéreos... Por cierto, Nawang me dijo que luego volarías a Bangkok... Es muy bonito, ¿ya tienes el pasaje? Le puedo hacer buen precio por ser amigo nuestro, ya sabe".
Llama la atención que sean pocas las grandes expediciones que en los soberbios documentales donde salen desafiando las altas cumbres mencionen a los sherpas que allí participaron, o que en los hermosos libros a todo color sobre cumbres conquistadas, hagan una referencia más allá de las fotos de fieles porteadores, que como hormiguitas cruzan las laderas nevadas con enormes cargas a la espalda. A veces salen sus rostros, siempre sonrientes, y sus nombres confundidos entre la lista de agradecimientos. Son pocos los que dedican mayores líneas a esos guías locales que fueron los que se adelantaron a montar un seguro sistema de cuerdas hacia la cumbre, para que los demás subieran a salvo; inclusive algunos de esos expedicionarios llegaron a la cima casi a remolque, llevado por un sherpa que no importa lo grave que se ponga el asunto, rara vez perderá el autocontrol y seguirá hablando con una cortesía que algún occidental poco comprensivo la interpretaría como servil. A veces en la montaña se sienten egos más grandes que las mismas cumbres. Pero en general hay amistades que se consolidan para siempre, luego de haber compartido una fuerte vivencia en las alturas escasas de oxígeno.
Siempre, en alta montaña, recomiendan subir lentamente, respetando el tiempo de aclimatación que el cuerpo demanda. Y allí también se puede medir el sentido común de los excursionistas; donde algunos, creyendo estar mejor dotados, temerariamente desoyen los consejos y suben con ansias de romper récords de velocidad. Uno puede engañarse de ver incluso a gente anciana subiendo y bajando por esas rutas, como si hicieran un paseo matinal por las ramblas. Y contrasta verlos con sus modestos abrigos y bastoncitos de madera, sonriendo con sus pocos dientes, mientras le ceden el paso a los integrantes de un trekking equipado con la última tecnología. El que desoye a su cuerpo y no toma en serio la altura corre el riesgo de sufrir desde un gran mareo hasta un edema pulmonar, o un edema cerebral. En todos los casos sería menester llevar al enfermo a niveles más bajos, y, según la gravedad, a veces se requiere un helicóptero que lo ponga de inmediato en Kathmandu.
Tanto en Lukla como en Namche Bazaar, se pueden ver las tiendas de las caravanas de los comerciantes tibetanos, de ojos más rasgados y miradas turbias, la piel quemada por el sol, curtida en las rutas entre Tíbet y Nepal. En días de mercado se puede conseguir con ellos productos chinos, piezas antiguas, carne de yak, verduras e imitaciones de algunas marcas occidentales, como North Face o Nike. El regateo es un rito social, y es hasta mal visto comprar al primer precio que ofrecen. Junto a ello, contrastan los avisos de posadas que ofrecen servicio de Internet.
La patata es lo que más se come en los hogares; traída por los ingleses en el siglo xix, es enterrada bajo tierra, como método de conservación, similar a como se hace en el Altiplano boliviano. De hecho, sorprende el parecido no sólo con la geografía andina, sino en las facciones de la gente. Son buenos anfitriones, y siempre tienen a mano listo para ofrecer un té tibetano, elaborado con mantequilla de yak, derretida en un envase alargado de madera, que aunque calienta el cuerpo, es difícil de acostumbrarse al gusto de la bebida, su aroma es muy característico en un hogar sherpa, junto con el fogón cuyo combustible suele ser a base de excrementos secos de ganado, ya que la madera escasea de manera alarmante en estas montañas.
Los niños, cuando ya están en capacidad de caminar solos, son acostumbrados a trabajar en casa, generalmente cargando envases de 20 litros de agua a la espalda, sacos de piedras para arreglar un corral o lo que sea necesario. Ya en edad adolescente, trabajarán como porteadores de un turista, llevándole la mochila; ganan comisión si lo llevan a determinada posada. Si es más arrojado, algún día podría participar en una expedición como guía. Algunos escaladores occidentales han patrocinado a jóvenes, enviándolos a escuelas y adiestrándolos en escaladas de alta montaña.
A Tingboche se arriba luego de una agotadora subida, y es como llegar a un balcón desde donde el paisaje de las grandes cumbres nevadas es espectacular. Por la perspectiva, el Llotse aparenta ser el más alto, pero detrás se ve el Everest, con su característico trazo de nieve que se levanta por el viento en la cima, como una perenne nube, o humeante chimenea. En Tingboche se encuentra el monasterio más importante del valle del Khumbu, donde los monjes no siempre están con buena disposición para abrirle las puertas al visitante. Cuidan su intimidad, pero al mismo tiempo saben que un turista trae consigo dinero, y en los tiempos que corren ya no se puede estar tan aislado de la civilización. Suele haber niños cuyos padres ven el monasterio como una alternativa para su formación, además de que siempre viene bien socialmente a la familia contar con un monje.
Luego de caminar por varios días, en Pangboche fue el encuentro con el Lama Geshe, en pleno sendero. Él estaba al final de una subida, con su bastón en la mano y su sonrisa bonachona de anciano sabio y fuerte como un roble, a quien los sherpas suelen visitarlo para hacerle consultas de todo tipo, o simplemente para estar un rato en su compañía. Hubo un tiempo en que el pequeño monasterio de Pangboche guardaba con primor lo que se supone era el cráneo de un yeti, pero hace pocos años fue robado.
Desde Pangboche hasta el Campamento Base del Everest, se puede llegar en uno o dos días. Es un complejo de carpas reunidas encima del glaciar del Khumbu, a 5.364 metros sobre el nivel del mar, pero desde allí no se puede ver el pico. Pueden estar conviviendo al mismo tiempo y por semanas varias expediciones de distintas nacionalidades, aclimatándose, esperando el momento adecuado, subiendo y bajando alturas para alistar los siguientes campamentos, organizando la logística de los que ya están arriba.
En las noches claras se puede ver uno de los cielos más estrellados del planeta, escoltados por las siluetas en azul oscuro de las cumbres y el viento que a veces es un rumor y otras un rugido. Sin embargo, en ese aspecto no hubo mucha suerte, y más fueron las nevadas y el frío bajo cero.
El día fijado para regresar era espantoso, pero al ver que los sherpas organizaban un grupo para ir a hacer compras a Namche Bazaar, decidí juntarme con ellos. Fue una de las caminatas más duras que he hecho en mi vida, ignoro a qué velocidad pegaba el viento en nuestros rostros y, sí, sentí cómo mis lágrimas se me congelaron en la cara. Todos íbamos callados, salvo dos que no dejaban de bromear sobre qué prenda le comprarían al tibetano para sus esposas. La nariz se me congestionaba y respiraba demasiado por la boca el aire helado, pronto me vinieron unas severas crisis de tos, luego de las cuales sentía mayor desfallecimiento. Ellos caminaron más juntos conmigo al centro, para protegerme. Detenerse nunca fue una opción, en realidad nunca se bajó la cadencia del paso, como conservando una velocidad crucero.
Todo esto para ellos fue un paseo hasta divertido, como cuando nos da por caminar en lugar de coger el metro. Si hubiésemos sido un grupo de puros extranjeros, habría sido una situación de emergencia la gran aventura, lo que para otros sólo es la ruta para hacer las compras. Caminar en medio de lo blanco sin mayores puntos de referencia, con la seguridad de no estar extraviado. En la montaña pocas cosas se comparan con ir, bajo la nieve, al paso de los sherpas.

Diego Calderón es periodista y fotógrafo venezolano. Durante cinco años recorrió Asia fuera de las rutas turísticas. Retrató a cientos de niños asiáticos para varias revistas internacionales.