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enero
2004
Nº 109

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El
caso Abramavicius
Ricardo Menéndez
Vassili Pavlovich Aksentiev, conde de Abramavicius, había
nacido en San Petersburgo en 1883. Heredero de una incalculable fortuna,
célibe y sin hijos, la Revolución de Octubre del 17 le arrancó
sus propiedades en Nijni-Novgorod, con sus doscientas deciatinas de magníficos
bosques y campos cultivables, sus legiones de almas campesinas, sus asombrosas
reservas de cebada, grano y azúcar. Sin embargo, la colectivización
de sus tierras y la conversión de su residencia veraniega en escuela
pública para los desdentados hijos de los mujiks, no impidieron
que huyera a Francia llevando consigo la nada despreciable cantidad de
ochenta millones de rublos en oro, las joyas de su abuela Ekaterina Filipovna,
mecenas del divino Pushkin, y un legado de iconos del período bizantino
tardío sin rival en Occidente.
La riqueza del conde de Abramavicius era sólo comparable a su excentricidad.
Fanático por tradición y cínico por vocación,
el noble destinaba todo su tiempo al fetichismo. Obsesionado con la creación
de un museo que reflejara la providencial labor que la Madre Rusia había
desempeñado en el curso de la Historia, viajó a París
rodeado de lujo y maravillas, portando en su equipaje (cuatro coches de
posta tirados por caballos lapones y un carguero, el Evónimus,
que recorrió en sesenta días con sus respectivas noches
el trayecto que une los puertos de Sajalin y Le Havre) el primer ucase
firmado por Iván IV el Terrible contra la expansión de los
boyardos, allá por 1566; la espada que Carlos XII de Suecia legó
a Pedro I el Grande en Poltava, tras su derrota en 1709; el puñal
con que Sofía de Anhalat, futura Catalina II, hizo degollar a su
marido, Pedro III, mientras dormía el sueño de los borregos;
y el cáliz de plata en el que Alejandro I y Napoleón Bonaparte
degustaron vinos del Mosela en Erfurt, hacia 1808, antes de convertirse
en enemigos irreconciliables.
Abrumado por la artritis, aunque arrebatado por la belleza de la mansión
versallesca que arrendó al poco de pisar suelo francés,
con el paso de las décadas el conde de Abramavicius parecía
haber olvidado su pasión coleccionista, hasta que un suceso, en
apariencia inocuo, le puso sobre la pista de otro tesoro de incalculable
valor: el perdido cráneo del difamado staretz Grigori Iefimovitch
Rasputin, curador del zarevitch Alexis, muerto a manos de intrigantes
palaciegos meses antes del advenimiento bolchevique.
Un mediodía de agosto de 1953, mientras podaba con mimo un rosal,
se acercó al conde uno de sus caballerizos, Viacheslav Efimov,
a contarle que su primo Gennadi Kosma, recién llegado de Polonia,
solicitaba permiso para guardar en la bodega ciertos documentos comprometedores
que había conseguido evadir de la Unión Soviética.
Efimov le aseguró al conde que su primo Gennadi, colaborador del
general Kornilov durante la época del gobierno Kerenski, se había
labrado una merecida fama de anticomunista. El conde de Abramavicius aceptó
a regañadientes: le agobiaba el calor y no deseaba discutir con
su subordinado acerca de la ideología política de un familiar.
Aquella misma noche, vencido por el dolor de sus articulaciones y asediado
por el fantasma bigotudo de Josef Stalin, no pudo resistir la tentación
de visitar la bodega para degustar, a falta de ampollas de morfina, un
delicioso Burdeos de Sauternes con el que su amigo Pierre Barnavaux, duque
de Bellerval y descendiente por vía directa del heroico mariscal
Kleiber, le había obsequiado durante las pasadas fiestas navideñas.
Estaba limpiando con una gamuza húmeda una botella de Château-Nairac,
cuando vio junto a la escalera una cartera repujada en piel de carnero,
con las iniciales G. K. cuidadosamente estarcidas. El conde, indiscreto,
procedió a exhumar su contenido, encontrando una lista de apellidos
que nada le decían (Kagamanov, Kucharski, Piej, Orlovaki, Nikitin),
diversos mapas del Volga, el Dnieper, el Dvina y otros ríos importantes,
un puñado de pasaportes grasientos de procedencia británica
y, bajo un doble fondo, escondido a la vista, un pequeño libro
encuadernado en madera.
Al conde de Abramavicius el corazón le dio un vuelco, la fatiga
de las piernas le desapareció al instante y blasfemó en
su lengua materna, que desde hacía meses sólo empleaba con
los mozos de cuadra, los jardineros y su costurera particular.
El volumen en cuestión era la famosísima Istoria ruscoi
revoliutsii de Dimitri Seschkiavinski, antiguo preceptor de la princesa
Tatiana, caído en desgracia a resultas del robo de varias cartas
comprometedoras, y único conocedor, en calidad de sepulturero,
del lugar exacto donde la cabeza de Rasputin fue enterrada tras ser arrojado
el resto de su cuerpo al Neva. Durante años, fue un secreto a voces
que la intelligentsia bolchevique había buscado el manuscrito en
vano, temiendo que, al ver la luz el documento, una turbamulta de visionarios,
santones y lunáticos pusiera patas arriba la recién nacida
república.
A la muerte del preceptor, acaecida en Marruecos en 1935, país
al que llegó por una ruta descabellada (China, Japón, Formosa,
Irak, Egipto, Túnez) huyendo de los incansables mastines del Ejército
Rojo, se sabía que la obra había ido a parar a manos de
un periodista español destacado en Tánger, un tal Jiménez
de Elisburu, monárquico confeso, quien a su vez, y enterado de
la atracción que inspiraba el libro, lo aprendió de memoria
antes de bañarlo en una solución de ácido cítrico,
turba y permanganato que, según indicaciones de la sabiduría
sufí, volvía invisibles los textos. Hecho esto, el español
regresó a su patria, e hizo grabar en el libro ahora blanco, junto
a la fórmula que devolvía a las páginas su legibilidad,
la leyenda Sub rosa, que en latín no sólo hace referencia
al hermoso mes de mayo, sino a todo proceso cuyo curso sumarial es privado.
La rocambolesca historia, narrada por un erudito rusófilo de origen
finés, Aarvo Pähola, coetáneo del propio conde de Abramavicius
y profesor emérito en Estados Unidos, concluía con la desaparición
del libro blanco durante la toma de Madrid (Jiménez de Elisburu,
que cubría el avance de los nacionales, halló la muerte
al ser mordido por un perro contagiado de rabia). Pähola, en su estudio
Who's who in Russian affairs, Oxford University Press, Nueva York, 1948,
manejaba tres hipótesis de trabajo: o bien el libro había
caído en manos de los milicianos, con lo que su suerte -Pähola
dixit- estaba echada; o bien Jiménez de Elisburu había cedido
el ejemplar a algún allegado (Pähola aportaba hasta quince
testimonios de familiares y amigos que calificaban al periodista de "reservado,
hermético y misántropo"); o bien el difunto Seschkiavinski,
antes de morir de tifus, había trasladado a Jiménez de Elisburu
el nombre de la persona que, allá en la indómita Rusia,
debería recibir sus memorias para así restituirlas al pueblo
creyente, su único y legítimo propietario.
Cuando el conde de Abramavicius descubrió la figura del sabio laureado
con el índice sobre los labios, cuando admiró la exactitud
con que el rótulo Sub rosa había sido trazado con mano experta,
cuando al pasar las amarillentas páginas advirtió la caligrafía
barroca y apretada del español con la receta mágica que
devolvía al lector los inmarcesibles arcanos del texto, sus cristalinas
carcajadas debieron remover en su tumba los cenicientos huesos del mismísimo
Luis XIV.
A la mañana siguiente, el conde llamó a Efimov y le anunció
que deseaba reunirse con su primo de inmediato. Instruido por el caballerizo
para llegar hasta un modesto apartamento del Bulevar Huysmans, el conde
penetró en una horrible habitación de alquiler, con paneles
de metal en las paredes y suelos de hule, repleta de bibelots y fotografías
de Veronica Lake con media cara tapada.
El conde fue sincero. Le ofrecía a Kosma un millón de francos
por su silencio y el libro. Kosma, que parecía saber muy bien lo
que tenía entre manos, aseguró que no aceptaría menos
de cinco millones, añadiendo que había recorrido media Europa
con una bomba de relojería en sus alforjas buscando a un médico
francés, un tal Sismondi, que poseía la clave para devolver
el libro a su estado primitivo. Atónito por la revelación,
el conde se enteró por boca del primo de Efimov que la fórmula
copiada por Jiménez de Elisburu resultaba de todo punto falsa,
y que la verdadera combinación obraba en poder del mencionado galeno,
que en su momento había atendido a Seschkiavinski durante sus penúltimas
horas. A lo que se ve, desconfiando de ambos hombres, el preceptor había
decidido ceder a cada uno la mitad de su secreto, para que de ese modo
ninguno de ellos pudiera aprovecharlo a su antojo.
-Pero entonces Pähola se equivocaba -respondió emocionado
el conde.
-No exactamente -sentenció con una sonrisa lúbrica el primo
del caballerizo.
Lo cierto es que las tres hipótesis, por un cúmulo de circunstancias
que no haríamos mal en calificar de milagrosas, llegaron a confirmarse.
En efecto, Jiménez de Elisburu, antes de partir hacia Madrid, dejó
el original a un compañero suyo de fatigas, un tal Salmones, sin
decirle una palabra acerca de su fantástico contenido. Salmones,
que vivía en Gijón, al norte del país, fue visitado
una noche en su domicilio por una patrulla republicana. Entre otros papeles
sospechosos, requisaron la Istoria de Seschkiavinski.
Hasta aquí, las hipótesis del amigo y de los milicianos
se cumplían de modo parcial. El giro inesperado se producía
más tarde. Los soldados, que se habían llevado el libro
más por diversión que por curiosidad, al ver que su título
estaba en ruso y que en sus primeras páginas aparecía la
figura de un viejo llevándose un dedo a los labios, un abstruso
latinajo y lo que parecía ser una simple receta de cocina, decidieron
gastarle una broma a sus victoriosos camaradas. Tomando los datos prestados
de un viejo programa de mano de la gira que realizó por España
el Ballet Kirov durante el invierno de 1931, remitieron el libro a la
atención de Sergei Moiseievich Nekrasov, supuesto burócrata
con cargo de consejero en el Ministerio de Industria.
Y aquí es donde la hegeliana astucia de la razón o algún
demiurgo caprichoso hacen su aparición en escena. Sergei Moiseievich
Nekrasov no sólo existía, sino que era profesor de lenguas
muertas en el Politécnico Lenin de Moscú. El eficiente y
tozudo sistema de correos soviético, a pesar de que la dirección
del remite era absolutamente falsa, consiguió dar, entre más
de cien millones de varones, con el nombre que aparecía en el humilde
papel de estraza del que se sirvieron los milicianos asturianos para envolver
su inocente broma. (Huelga decir que resulta insólito el hecho
de que, durante todo ese tiempo en que el paquete rodó por el reino
de la sospecha, nadie lo abriera para dar cumplida fe de su contenido.)
Nekrasov, antiguo trotskista que despreciaba profundamente la política
de expansión de Stalin, sus purgas, pogromos y violencia despótica,
no dudó un instante al descubrir lo que el hado había puesto
ante sus ojos. Como hombre culto, no era ajeno a la existencia del manuscrito
de Seschkiavinski; como hombre traicionado en sus ideales, decidió
venderlo, a cambio de un módico precio, a un grupo de nostálgicos
del periclitado régimen.
Durante trece años el libro permaneció en lugar seguro,
oculto en una recoleta dacha de Tsarkoie-Selo, hasta que se descubrió
el paradero de Sismondi y el enlace fue enviado en su búsqueda.
El resto era fácil de deducir. Todo hombre tiene un precio: el
de Kosma era cinco millones de francos. La causa zarista dejó de
interesarle desde el momento en que abandonó Varsovia.
El conde de Abramavicius debería haberse detenido a reflexionar,
haciéndose servir un té bien amargo en su samovar de plata.
Debería haber sospechado de los dientes mellados y sucios de sarro
de Kosma, de la imposible historia del libro que viaja de China a Marruecos
y de Gijón a Moscú; debería haber dudado del cuento
de la fórmula mágica y del trotskista iracundo, de un azar
de pronto desmelenado que hace que coincidan las alucinaciones de un escritor
de Helsinki con los deseos ocultos de un temerario preceptor de princesas;
pero la codicia, el afán de gloria o simplemente la curiosidad
guiaron esa misma noche sus pasos hacia la consulta de un lujoso piso,
no muy lejos del Quai de Conti, donde fue recibido por un hombre feísimo,
de mediana estatura, con un curioso parecido a René Descartes,
que dijo llamarse Ferdinand Sismondi. El estomatólogo, hombre más
versado en objetos hermosos que Kosma pero no por ello menos ambicioso,
consintió en oficiar de brujo a cambio de dos de los iconos bizantinos
propiedad del conde de Abramavicius, de cuya existencia estaba sobradamente
informado gracias a la lectura de revistas de arte.
-Soy un gran admirador suyo -acertó a decir el reputado especialista
a su noble visitante. Sismondi procedió con gusto. Exigió
El milagro de Chonoé, obra pintada en el siglo xvii que representa
al arcángel Miguel golpeando la tierra con su cayado, y el espléndido
Cristo en el atrio del infierno, también de la misma época,
donde se reproduce el descenso del Hijo a los Campos Elíseos tal
y como aparece narrado en Mateo 28, 1-10, Marcos 16, 1-8 y Lucas 24, 1-12.
El conde no regateó. Una semana más tarde se realizó
el trueque en su propia casa. Sismondi no se prestó a taumaturgia
alguna para devolver al libro sus caracteres cirílicos, obviando
el azufre, los acólitos de Mefistófeles y las llamaradas
azules. Trajo la poción en un vulgar frasco de cristal que vertió
sin especial esmero sobre el original. Kosma cogió el dinero en
metálico y se evaporó en el aire cálido de Versalles.
El médico tuvo la deferencia de compartir una copa de Corton Charlemagne
con su anfitrión. Después apretó con fuerza su diestra,
hizo una genuflexión hasta el suelo y se marchó sin volver
la vista atrás. El conde de Abramavicius, cara a cara con la grafía
de sus antepasados, derramaba lágrimas robustas.
Justo al final de la página 45, tras narrar con todo lujo de detalles
los gustos alcohólicos de Rasputin y describir a la Wirubova, la
gran bruja de palacio, como "una señorita de San Petersburgo
vulgar y necia, y además fea, con una cara que parecía una
burbuja de manteca al derretirse", el texto de Seschkiavinski se
convertía en ininteligible. La página 46 reservaba al conde
de Abramavicius una desagradable sorpresa: una vulgar lista de la compra
("cuatro puerros grandes, dos kilos de zanahorias, trescientos gramos
de queso de cabra, bacalao, un tarro de jarabe de grosella, una escoba,
bayetas para el polvo") escrita con letra burda y un tanto infantil.
Las siguientes páginas acabaron por sumirle en una profunda melancolía:
números de teléfono, borradores de cartas comerciales, caricaturas
de mujeres y animales, direcciones bancarias y hasta un "Viva el
CSKA de Moscú" que le provocó una irritación
gástrica.
Buscó a Efimov hasta el alba. Mandó que registraran burdeles,
cantinas e incluso hospitales por si había sufrido un accidente
de motocicleta, pero el caballerizo se había volatilizado. El apartamento
del Bulevar Huysmans estaba desierto. No quedaban ni las fotografías
de Veronica Lake. La portera, interrogada ante un consomé de pollo
a las dos de la madrugada, negó conocer a Kosma o, en su defecto,
a cualquier hombre de aspecto eslavo y dentadura infecta. Tampoco en el
Quai de Conti hubo suerte. Era cierto que allí vivía un
médico llamado Ferdinand Sismondi, pero el buen hombre pasaba los
veranos en Ostende, en la casa de campo de sus suegros. No, le aseguró
en las escaleras un joven que estudiaba en la universidad y regresaba
de tomarse unos tragos, el señor Sismondi no se parecía
a Descartes, sino más bien a Maurice Chevalier.
El caso Abramavicius puso de manifiesto, una vez más, la estrecha
relación existente entre el talento para la farsa y la necesidad
que experimentan ciertos hombres de ser engañados por sus semejantes.
Parece improbable que una persona tan versada en asuntos de poder como
era el conde, se dejase tomar el pelo de esa forma. Pero tampoco resulta
extraño suponer que, desde el primer momento, desde la petición
de Efimov y el descenso a la bodega, el conde hubiera aceptado de buen
grado jugar aquel juego en que parte de su fortuna estaba sobre el tapete.
Así, no traicionaremos demasiado la verdad al inferir que Vassili
Pavlovich Aksentiev, conde de Abramavicius, aburrido de Versalles, los
franceses y las rosas blancas, nostálgico de los viejos tiempos
en que coleccionaba retales de historia para las generaciones futuras,
consintió en aceptar una trama tan fantástica como aquella,
poniendo al servicio de los actores la bondad de sus setenta inviernos...
¿La bondad? Pero aguardemos un instante, porque parece que no todo
era bonhomía en el noble.
En febrero de 1955, dos estafadores con pasaporte húngaro, Atanas
Szabo y Mihail Ashkenazy, fueron detenidos en Viena por intentar vender
iconos falsos, del bizantino tardío, a una pareja de turistas de
Indianápolis que, para su desgracia, resultaron ser agentes del
KGB disfrazados de Robert y Nancy. Un tercer cómplice, amparado
bajo el alias de Gyula Reti, fue detenido fechas más tarde en Salzburgo,
en su habitación del Hotel Carlton, no muy lejos del Museo Wolfgang
Amadeus Mozart, mientras intentaba desesperadamente convencer a un honesto
jubilado de que los billetes de 500 francos que deseaba cambiar por coronas
austríacas eran moneda de curso legal.
Ricardo Menéndez (Gijón,
1971) es escritor y licenciado en Filosofía. Ha publicado el libro
de relatos Los desposeídos, las novelas La filosofía en
invierno (KRK Ediciones), Panóptico (KRK Ediciones) y Los arrebatados
(Ediciones Trea) y el ensayo sobre política y estética Crematorio
bajo la clepsidra: la poética de Adolf Hitler.
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