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enero
2004
Nº 109

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El tren de los ciegos
Juan Pablo Meneses
Chile. Finales del siglo xx. La desaparición
de los ferrocarriles a causa de los avatares del progreso y la velocidad
crea una ruta de trágica espera que recorre sus viejos raíles.
Un itinerario ajeno ya del trasiego de pasajeros y mercancías que
Juan Pablo Meneses, gran viajero y mejor cronista, tiñe de una
épica nueva: la espera de tiempos mejores, del regreso del pasado.
La primera persona que maté fue hace cinco años",
dice tranquilamente Pedro, el maquinista, sentado junto a los comandos
de la locomotora. "El tipo se puso en mitad de la línea, de
cara al tren, se empinó una botella y abrió los brazos.
Las ruedas se lo tragaron, así que tuve que parar la máquina,
bajarme y meter sus pedazos dentro de una bolsa." Después
de aquel bautizo, en la vida ferroviaria de Pedro han venido otros tantos
accidentes: mujeres con hijos en brazos, vacas sordas, caballos cojos,
automóviles con familias enteras en un día de paseo. Pese
a lo obvio, dice que la vida del maquinista de ferrocarriles está
muy cerca de la muerte y que, como en todas las cosas de la vida, finalmente
uno se acostumbra, se endurece. "En eso el trabajo te ayuda mucho.
Te digo más: nosotros ni siquiera necesitamos sicólogos.
¿Para qué? No nos hace falta, si todavía tenemos
trabajo. Los del sur, ésos que se quedaron sin el paso del tren,
ésos sí que necesitan tratamiento. Se están volviendo
todos locos."
La estación ferroviaria de la ciudad de Temuco, en el sur de Chile,
es fría, oscura, húmeda. Asemeja una fábrica muerta,
estrangulada por el síndico de quiebras. En el andén con
dirección al norte hay una hilera de doce carros. Pedro, el maquinista,
está sentado al interior de la locomotora y extingue el tiempo
lustrando las palancas de control. Todavía le faltan seis horas
antes de partir a Santiago. "Que tengas suerte", me dice amablemente
al despedirnos. Sabe que mi viaje es hacia al sur, hasta la ciudad de
Puerto Montt, pasando por todos los pueblos ferroviarios que en 1997 se
quedaron sin el tren de pasajeros a causa de una sentencia económica.
"¡Salúdeme a los colegas!", me grita luego, mientras
camino a la camioneta para partir.
Frenar el tiempo de golpe
La carretera 5 Sur es rápida, moderna, asfaltada. Hay trabajos
en varios puntos de la pista, en un intento desesperado por que la autopista
no envejezca. En la salida de Temuco se ve un par de carretas tiradas
por caballos flojos y flacos, dos puñados de ciclistas obreros
y algunos borrachos que se tambalean. El resto es velocidad. Rapidez.
Buses llenos de pasajeros cómodos y camiones de acoplados largos,
que parecen minitrenes de carga. Las pequeñas estaciones ferroviarias
de Padre de las Casas, Quepe, Freire y Pitrufquén pasan como un
simple y desalentador dato frente a la vitalidad rejuvenecedora del cemento.
Estacionar la camioneta en la estación de Gorbea es como frenar
el tiempo en seco. De golpe bruto. Cerrada en 1991, el abandono del edificio
ferroviario hace juego perfecto con el orín de los rieles. Los
rayados con spray en las paredes de la estación son la única
señal de vida. A pocos metros corre la lengua pavimentada de la
carretera y si uno se detiene en el clausurado andén de Gorbea
descubre, lapidariamente, que todos los gigantes anuncios publicitarios
de la 5 Sur nos dan la espalda: las últimas ofertas de computadores,
los nuevos precios de teléfonos celulares y las maravillas de internet
sólo se aprecian desde el asfalto. Nadie mira hacia el tren. Acá
ya no hay gente.
La siguiente parada es Quitratué. Un perro manco con alma de burócrata
me da la bienvenida en una estación que por su empecinado deterioro
podría, perfectamente, transformarse en un museo al aire libre
de las víctimas del progreso.
Entonces retomar la carretera, la rapidez, para volver a salir de ella
a la altura de Lastarria: un pequeño pueblo ferroviario de pocos
habitantes. A diferencia de las estaciones anteriores, ahora la
autopista corre varios kilómetros lejos
de acá.
"El fin de los carros de pasajeros terminó por matar a este
pueblo", dice Olga Sáez, casada con el profesor de la Escuela
de Lastarria, quien junto a su marido viven en la propia estación
de trenes: "Se la arrendamos a Ferrocarriles del Estado en 2 UF mensuales",
confidencia, y luego asoma a su nieta por la ventana de una habitación,
que en realidad resulta ser la ventanilla de la antigua boletería.
En Lastarria hay una pandilla de niños que corre detrás
de una pelota de fútbol, usando los rieles como línea demarcatoria
de una cancha imaginaria. "Mi mami dice que antes pasaba el tren
y se llenaba de gente. Ahora no hay nadie, pero mi mami dice que acá
venían muchas personas. Eso es todo lo que le puedo decir",
comenta Alex, uno de los pequeños futbolistas. "Ahora lo único
que corre por aquí es una locomotora azul, llena de troncos, y
cuando pasa tenemos que parar de jugar. Pero dicen que va a volver..."
-¿Quién dice?
-Mi mami siempre dice. Siempre... A veces voy con mis papis a Temuco y
caminamos varias horas hasta la carretera, paramos un bus y nos vamos
súper rápido. La pasamos súper bien, pero ella siempre
dice que el tren va a volver", y chutea la pelota hacia un arco hechizo
que antes fue el cartel de Lastarria.
Sin duda, uno de los más afectados en el pueblo con el fin del
ferrocarril al sur ha sido Óscar Acosta, dueño del único
hotel de Lastarria: el Dallas. "Le puse ese nombre en 1963, en honor
a la ciudad donde murió el presidente Kennedy. El presidente Kennedy
hizo tantas cosas buenas por nosotros que usted no se imagina", dice
Acosta, un viejo de bigote flaco y pocos dientes, sentado en el restaurante
del Dallas: una barra, tres mesas, una repisa llena de cervezas Cristal
y cinco parroquianos con lengua traposa. "En estos momentos no hay
nadie en el hotel. Hace varias semanas, meses que no tenemos pasajeros.
La habitación cuesta tres mil pesos. Pero viene poca gente. Antes,
con el tren y con la cuesta Lastarria, que pasaba por acá, era
todo distinto. ¡Las cosas ya no son como en la época del
presidente Kennedy!", reclama aparatosamente Acosta evocando los
años de la "Alianza para el Progreso" (aquella respuesta
económica de los Estados Unidos de Kennedy para frenar el avance
de la revolución cubana en Latinoamérica), mientras se arregla
el nudo de una corbata antigua que se ha puesto especialmente para la
charla.
Una joya dilapidada
Cuando uno llega a la perdida estación de Afquintue, diez kilómetros
de camino de tierra y curvas cerradas al sur de Lastarria, es como aparecer
en un pueblo de la sierra. Eso sí, un poblado fantasma. De la estación,
poco: ha sido arrendada a una familia compuesta por dos abuelos y un nieto,
Rodrigo Martínez, que tiene nueve años, un padre desconocido
y una madre que hace mucho tiempo se fue a trabajar a la ciudad de Concepción
y que desde entonces no se sabe de ella. Rodrigo se mueve por el lugar
como Mowgli en la selva. "Conozco todos
los rincones de este lugar", dice, caminando entre matorrales que
le llegan
a la cintura.
"Afquintue era una parada muy importante", agrega su abuela,
y con un palo hace callar a dos perros que me muestran sus buenos colmillos.
"Con el fin del tren esto cambió mucho. Cerraron la escuela
básica y la mayoría de las casas ahora
están vacías... Pero dicen que va a
volver, eh."
-¿Quién dice?
-Eh... usted sabe, poh. Siempre se andan hablando esas cuestiones, claro
que nunca se cumplen.
En Afquintue se puede ablandar un alma de lata. De la estación
cuelga la ropa de Rodrigo y la bodega del tranvía esta completamente
destrozada, con el techo en el suelo y las paredes dinamitadas por el
penúltimo temporal.
"¿Quiere conocer el túnel?", grita Rodrigo, seguramente
ansioso y feliz de recibir a un forastero, y comenzamos a caminar por
la vía, entre la densa vegetación y sin ningún túnel
cerca. "¡Acá está lleno de leones!", advierte
el niño, como si estuviéramos recreando El libro de la selva.
Habla de los leones sin temor. Ya es tarde para arrancar hacia la camioneta,
entonces le explico que no sería buena idea que se nos cruzara
una fiera hambrienta de carne, por muy poco sabroso que yo fuera: así
definió mi estilo bailarín una caleña experta en
cumbias. Rodrigo, dueño de la trágica situación,
se encarga de dar las instrucciones en caso de emergencia: "Hay que
hacer boche. Entre uno más grita el león más se asusta.
El otro día se nos cruzó uno, con mi abuelo, y empezamos
a meter boche hasta que se fue. Hay que gritar como locos, nada más."
En mitad de su historia llegamos a la cueva. Ahí está. En
el centro de la nada. Como uno más de tantos y tantos tesoros ferroviarios
perdidos en la indiferencia. Se trata de una obra de ingeniería
construida hace casi cien años. Una joya dilapidada. Es un túnel
angosto y negro lleno de pozas de agua estancada y ecos. Rodrigo camina
sobre el riel. Estamos en la mitad del túnel y no se ve nada. Sólo
nos acompaña el ruido de grillos y ranas. Sin embargo, se necesitan
dos segundos para que todo cambie:
-¡Allá viene el tren!- grita Rodrigo.
Hacia el final del túnel hay una luz que se agranda rápidamente.
¡Correr! A toda velocidad. La locomotora se escucha cerca. Alcanzamos
a salir a la superficie y nos tiramos a una ladera del cerro. El tren,
cargado con troncos que vienen de la maderera Mininco, pasa a pocos centímetros.
Muy cerca.
Pasa el peligro, con su ruido ensordecedor y característico de
fierros chispeantes. Pero Rodrigo no está. No aparece. De pronto
sale riendo de adentro de un hoyo. Es su escondite. Se ríe de mi
cara. El hombre de nueve años se mueve por las ranuras del abandono
como un viejo experto.
El bueno de Kennedy
Entrar al pueblo de Loncoche es como aparecerse en Londres, siempre que
lo comparamos con Afquintue. Las calles, mitad tierra y mitad asfalto,
sostienen camionetas empolvadas, taxis falsos, buses abollados, bicicletas
y caballos. Cada tres casas hay una fuente de soda y cada ocho una peluquería.
"Antiguamente esto se llenaba de gente. Los domingos era un paseo
obligado de todo el pueblo venir a la estación a ver el tren",
dice Bernardo Chacón, un jubilado de setenta y cuatro años
que diariamente, con la rigurosidad de un oficinista, se sienta a mirar
la vida desde el frontis de una estación con los vidrios apiedrados,
las puertas violentadas y unas cajas de cartón húmedo tapando
las ventanas. Una placa de hierro recuerda, burlonamente, que la estación
de Loncoche fue construida en 1961 también gracias al apoyo de
Estados Unidos y aquella "Alianza para el progreso" promovida
por "el bueno de John Fitzgerald Kennedy", en palabras del hotelero
de Lastarria. El recinto hoy está resguardado por un comando de
candados de acero, pero si uno mira hacia adentro puede ver la sala del
jefe de estación intacta: un escritorio, un cuaderno abierto y
un lápiz apoyado a un lado de la última firma de salida.
Todo abandonado de golpe. Sin darles tiempo, siquiera, de cerrar el libro.
"Loncoche bajó mucho con el fin del tren. Fue de un día
para otro. Nadie nos avisó y cuando supimos los carros ya no venían.
Nos sentimos como el marido abandonado", dice Chacón, a quien
le cuesta modular porque sólo tiene un diente, "pero no hay
que perder la esperanza. Siempre están diciendo que el tren de
pasajeros va a volver".
-¿Quién dice?
-Eeeh... la gente. Las autoridades. Siempre hay rumores de que volverá.
Mientras hablamos, un par de niños se entretiene saltando entre
los durmientes y una madre cruza la línea con la bicicleta de su
hija en brazos. "Este pueblo es muy hermoso. ¿Sabe quién
es de acá? La Gloria Benavides, la que hace de "La Cuatro
Dientes" en el programa de Don Francisco. Esa cancha, esa de ahí,
esa que está abandonada y con los arcos rotos, esa la mandó
construir ella. La señorita Benavides es nuestro orgullo",
comenta Chacón.
La medida de cortar el tren de Temuco al sur, incomprendida en todos estos
pueblos, tiene un origen netamente económico. Los balances de Ferrocarriles
del Estado estaban anémicos de tanto arrojar y arrojar números
rojos. Entonces, para no infectar toda la red ferroviaria y tratando de
salvar el adjetivo de ejemplar con que la economía chilena trata
de diferenciarse del resto de Latinoamérica, amputaron la extremidad
con más problemas. Primero cortaron nueve paradas, en 1992 (Mariquina,
Afquintue, Reumen, Cascajal, Purranque, Corte Alto, Alerce, Lastarria
y Rapaco). Luego, en 1997, se frenó completamente todo el servicio
de pasajeros.
De Loncoche al sur los rieles del tren vuelven a correr pegados a la 5
Sur. A buena velocidad, desde la camioneta se ven las estaciones de Lanco,
Ciruelos y Mariquina. Una historia que ya parece repetida: estaciones
abandonadas, rayados de las hinchadas de los equipos de fútbol
capitalinos, afiches de candidatos presidenciales y las últimas
promociones publicitarias dando la espalda e ignorando a los rieles. La
modernidad, a veces resentida y despiadada, aplicando al
dedillo la más despechada de las frases
de Borges: no hay otra venganza que el olvido.
El Gobierno insiste, dicen
Me estaciono en Máfil. La estación está arrendada
a una verdulería, y por eso cuando uno mira por la ventana sólo
ve sacos de papas, cerros de cebollas y un par de balones de gas. Un enorme
muro de troncos da cuenta de la nueva realidad ferroviaria en el sur:
"Transportamos madera de los bosques sureños hacia el norte",
dice Boris Díaz, con una pirámide de madera como fondo.
Dada la forma de un país como Chile -angosto y largo, como un ají-,
el tren fue clave para la historia del país. De norte a sur, el
ají era atravesado por una columna vertebral de rieles. El gran
desarrollo minero, el transporte de productos, el traslado de gente a
lugares lejanos (en tiempos en que el automóvil y el avión
eran un lujo, y los buses de pasajeros una pesadilla). Chile fue el segundo
país del mundo donde corrió un tren,
las estaciones parecían castillos y los
viaductos del ramal al sur fueron diseñados por los más
renombrados arquitectos europeos (entre ellos el propio Eiffel).
"Al final el tren estaba muy malo, uffff, malísimo. Fue bueno
que se terminara de una vez", es la opinión de Gloria Armijo,
una mujer de Máfil que sueña con comprarse una camioneta
como ésta. Sin embargo, Gloria, que parece dura con su cara recién
pintada y su fijador a punto de secar, se enternece cuando evoca algunos
recuerdos: "Viajaba con mi papá a Santiago y lo pasaba genial.
A mi marido lo conocí en el tren. Esta estación de Máfil
era muy importante. La más importante de la zona, de verdad. Ojalá
que algún día vuelva. Pero más rápido y más
puntual. Lo bueno del tren es que es más cómodo y seguro,
pero muy lento. Dicen que si vuelve, será un tren más veloz."
-¿Quién dice?
-No sé. La gente. El Gobierno ha dicho, ¿no? Lo único
bueno sería que si de verdad vuelve, sea con un mejor servicio.
¿No es eso a lo que se comprometió el señor Lagos
en la campaña? Todos los candidatos a presidente se han comprometido
a retomar el servicio, esperamos que esta vez se cumpla.
Vivir (en) el tren
Valdivia es una de las ciudades grandes del sur de Chile. "A los
valdivianos no les importó que se acabara el tren de pasajeros.
Ellos están cómodos con los buses y los aviones. En realidad,
los únicos a los que les molesta la falta del servicio son los
ancianos y los trabajadores. El resto es gente moderna que necesita moverse
rápido", dice Julio Toledo, uno de los quince últimos
funcionarios de EFE (Empresa de Ferrocarriles del Estado) de Valdivia,
mientras caminamos por una estación vacía, fría,
llena de vagones oxidados y una pequeña boletería que raramente
vende alguno de los pasajes que aún mantiene a la venta: Temuco-Santiago.
Es precisamente en uno de estos convoyes muertos, carcomidos, desfondados,
donde están Carla y María José: dos hermanas de quince
y trece años que viven en la población Pablo Neruda, el
barrio bravo valdiviano. Las dos vienen a pasar su fuga escolar dentro
de los vagones. Carla está asomada por una ventanilla, mirando
hacia el río Calle Calle, mientras canta en voz baja el último
éxito de Shakira. Sin embargo, a diferencia de la colombiana superventas,
esta Shakira valdiviana no lleva en su mano un Nokia amarillo ultramoderno
sino una bolsa plástica llena de neoprén, el pegamento barato
con el que se drogan los más pobres.
-Acá no viene mucha gente. Son casi puros marihuaneros y neopreneros.
A veces, cuando mi pololo tiene libre el fin de semana en el servicio
militar traemos una botella de algo y hacemos una fiesta. Estos trenes
sirven para pasarla bien.
En Valdivia la estación de trenes hoy es eso: una guarida.
"Mi labor es que no se metan a fumar marihuana ni a aspirar pasta
base en los carros viejos", dice el guardia de seguridad que no quiere
dar su nombre, "por seguridad". En su mano lleva una luma hechiza
y en su cabeza una gorra que alguna vez, hace treinta años, tuvo
mucho estilo.
Una noche en Valdivia supone movimiento en un par de pubs, tres farmacias,
una parada de taxis y un night club en el subterráneo de una torre.
Mejor dormir temprano. Al día siguiente hay que retomar la ruta.
Huellelhue, Antilhue, Los Lagos y Lipingue son una seguidilla de estaciones
por las que hago zapping con el acelerador de la camioneta. La siguiente
parada es Reumen.
La estación de Reumen, pueblo comunicado con la 5 Sur a través
de un camino de 3 kilómetros de tierra pedregosa, también
fue construida gracias al aporte de la estadounidense "Alianza para
el progreso". Hoy, sin embargo, está convertida en un almacén
de venta de harina. "La historia del tren era impresionante. Esto
se llenaba de gente", recuerda Luis Bedecarratz, el hombre de sesenta
y ocho años encargado de comercializar la molienda. "Una vez
vino a Reumen, en 1960, el director de Ferrocarriles. Andaba en un carro
especial para él, un presidencial. El tren descolgaba su carro
acá y él se quedaba en el presidencial toda la noche. El
presidente de Ferrocarriles tenía unos amigos acá en Reumen
que iban donde él a jugar bridge hasta el otro día. Y todo
se acabó tan rápido. Usted ve esto ahora y más parece
una cantina del Oeste que una estación de trenes."
Reumen es un poblado donde la calma es una marca de fábrica. Cualquier
forastero es reconocido a kilómetros de distancia. Una monotonía
que sólo se interrumpió en los primeros días de 1989,
cuando este pueblo apareció en todos los diarios de Chile. "La
noche de año nuevo del 89 las nubes formaron en el cielo las figuras
de la Virgen y Jesús. Fue un verdadero milagro que se repitió
varias veces. Al principio pensamos que era una señal de que vendrían
cosas buenas, pero al final lo único que pasó es que se
acabó el tren", dice Pedro Flores, que tiene setenta y seis
años y vive con su hermana de setenta y cuatro. Habitan una casa
de dos pisos con vista a la estación. "Siempre hemos vivido
los dos juntos. Nos quedamos solos en esta casa a los seis años",
confiesa antes de invitarme a pasar. La casa es de madera, demasiado oscura,
y cruje cuando subimos la escala. En eso aparece su hermana, saluda, ofrece
un vaso de agua, conversa poco, camina normalmente y luego nos deja en
la puerta. Antes de despedirnos Pedro me sorprende: "Pobre de mi
hermana. Toda su vida cieguita. Por suerte se conoce la casa de memoria."
Y le doy la mano, y le digo hasta pronto, y antes de subirme a la camioneta
siento que, además de la hermana de Pedro, en este viaje me he
topado con demasiada gente que está ciega y uno ni se da cuenta.
La carnicería Estación
En Pichi-Reculle, un pueblo que podría explotar y nadie en el resto
del país se daría cuenta, nos volvemos a topar con el tren
de carga. Tres vagones para madera y dos convoyes de la empresa de cemento
Polpaico. Una pareja de abuelos y su nieta caminan por sobre la línea
y pocos, poquísimos metros antes de quedar aplastados por la automotor,
se hacen a un lado. Tranquilamente. Sin inmutarse del bocinazo que manda
el maquinista de la ballena metálica, como describía Adolfo
Couve a las locomotoras.
A la estación de Rapaco, 9 kilómetros al sur de Paillaco,
es difícil ingresar: la enorme fábrica azucarera de Iansa
y el gigantesco arsenal maderero de Mininco tienen cercada la estación.
Desde la altura, luego de subir y bajar cerros, aparece en mitad de un
hermoso valle lo que se esconde: una gigantesca industria que bota humo
y vomita camiones cargados hasta el techo. Excavadoras amarillas que se
pasan el día moviendo materiales y contenedores transformados en
oficinas para supervisar la faena maderera. Fuera de ambos recintos privados,
por las calles de Rapaco no se ven civiles: sí mucha gente de casco,
con radios, audífonos, que miran de reojo y con cara de no-queremos-nada-de-fotos-ni-preguntitas.
Dos kilómetros de carretera interior, siempre en dirección
al sur, son necesarios para llegar hasta La Unión. El terminal
ferroviario de La Unión está convertido en la "Carnicería
Estación". Con el crecimiento de la ciudad la línea
del tren quedó como franja divisoria entre La Unión antigua
y las poblaciones construidas en los cerros. Para pasar de un lado a otro
hay que caminar por arriba de los rieles. Incómodo. Las mujeres
llevan los coches en los brazos y los ciclistas a su "chancha"
al hombro. En eso aparece Raúl Wittig Jaegger, nieto de los antiguos
alemanes colonos en el sur de Chile e hijo de germanos de primera generación.
Wittig Jaegger trae gorra de béisbol, uñas largas, anteojos
quebrados, chaleco roto, aliento a vino tinto y ojos celestes como una
piscina:
-Toda mi vida he sido un saltimbanqui. He trabajado de todo y ahora vivo
de mi jubilación. Mis mejores recuerdos son de la época
del tren, cuando viajaba a Temuco o a Santiago. Pero no me detengo a pensar
mucho en que ya no viene. Esto está manejado por los poderosos,
que de seguro tienen muchos intereses económicos en las empresas
de buses y aviones. La vida es para pasar épocas buenas y malas,
igual que las estaciones de tren. Que los ricos sigan con su riqueza,
que yo seguiré siendo feliz a mi modo.
Como un guerrillero despistado
Osorno es otra de las ciudades importantes del sur de Chile. La noche
en Osorno se salva del anonimato por un par de salones de pool, un prostíbulo
con fama en todo el sur, una pizzería y los afiches pegados por
el centro y que promueven la pelea por el título latinoamericano
de boxeo entre Carlos Ariel "Látigo" Uribe y un argentino
de muy pocos pergaminos y que se apellida Barrozo.
Osorno tiene dos estaciones de trenes: la vieja, declarada Monumento Nacional
y hoy convertida en maternidad de guarenes y hotel de hampones; y la nueva,
de 1961, construida, otra vez, con la ayuda de Estados Unidos y hoy transformada
en un restaurante con ketchup, mostaza y ají sobre cada mesa plástica.
En la estación de trenes de Osorno trabajan cerca de treinta personas.
Claudio Pereira tiene cuarenta años, una voz golpeada y un cargo
de dirigente sindical de ferrocarriles: "Se dijo que terminaba porque
no era rentable, pero el transporte público es un servicio y no
un negocio. Eso es lo que todavía no entienden los ejecutivos de
Santiago, más preocupados de los números que de las personas.
Las empresas públicas, como ésta, deben estar al servicio
de la gente. El tren debe volver. Sí o sí. Ojalá
algún día se cumpla lo que dicen."
-¿Quién dice?
Pedro sonríe.
-O sea... eso se dice. Siempre se está comentando. Para las últimas
elecciones los dos candidatos lo dijeron. El intendente también.
Nosotros, como trabajadores de ferrocarriles, no vamos a bajar los brazos
hasta que eso suceda.
En el andén de Osorno hay una "moto tren", como aquí
se le llama a unos pequeños carros que transportan a los trabajadores
de EFE. La labor de ellos es mantener en buen estado la línea por
si alguna vez vuelve el servicio de pasajeros. Los tipos de la cuadrilla
llevan gorras, la cara ruda y los dedos pegados a la choca: la taza metálica
de donde beben café. Y aquí están, esperan algo que
no llega, que no llegará, como esos guerrilleros a los que nadie
les avisó que el combate había terminado, que habían
perdido, que los líderes pactaron la tregua entre cuatro paredes
y que ahora ellos, que sólo sabían disparar, deberían
instalarse con una zapatería, hacer un curso de carpinteros o aprender
a manejar un taxi.
Hacia el sur de Osorno están las estaciones de Corte Alto, Frutillar
y Llanquihue. En la estación de Llanquihue el tiempo no sólo
se detuvo: se paró, miró hacia todos lados y luego se pegó
un tiro. Los vidrios rotos, el suelo inundado, los rayados, el olor a
descomposición, los talonarios de pasajes esparcidos por el piso
y hasta un árbol que crece en medio de ese pantano que alguna vez
fue la sala de espera. Da susto pensar en quedarse acá una noche.
En Puerto Varas la situación cambia. La estación está
vacía pero hay una mujer, muy peinada y que le regala muchas horas
a sus uñas, que mantiene el lugar brillante, perfecto, tal como
esas esposas que no pierden la esperanza de volver a recibir a aquel marido
que hace muchos años fue a la esquina a comprar un paquete de Marlboro
y todavía no regresa: "No se pierden las esperanzas. En otras
estaciones del sur la gente está loca. Tienen que ir a Santiago
a ver a los sicólogos de la empresa. Tienen todo destrozado, abandonado.
Acá no. Acá tenemos todo listo para el día que vuelva
el tren. Dicen que va a ser luego."
-¿Quién dice?
-Dicen... ay, no sé. Las autoridades, supongo.
El triunfo de la velocidad
Más al sur viene la estación de Alerce antes de llegar,
finalmente, al último punto del histórico tren al sur de
Chile: Puerto Montt. Una estación gigante, céntrica, construida
frente al mar y que actualmente sirve como estacionamiento de automóviles
modernos y paradero de radiotaxis.
Dentro de la sala de espera de la estación, debidamente encadenada
y abandonada, observa un mural inspirado en el "Proyecto de tren
instantáneo entre Santiago y Puerto Montt" del poeta Nicanor
Parra, que acumula polvo y heridas. En la puerta de la estación
se me acerca una alemana alta, hippie, de ojos verdes, mochila roja y
unos hombros anchos como refrigerador, y me pregunta en un español
mal pronunciado: "¿De acá sale el tren a Santiago?"
Le respondo que ya no, aunque en verdad me gustaría poder decirle
que se acabó, que el tren ha muerto, que no va más, que
la velocidad ha triunfado, que se perdió la guerra, que basta de
romanticismo, que es insufrible ver a tanta gente con esperanza y que
siguen agarrados a una ilusión oxidada hace tantos años.
Decirle que los balances económicos no tienen amigos, que los pueblos
ferroviarios están desoladoramente abandonados y que, sin embargo,
sus habitantes siguen ahí, caminando como zombies sobre los rieles,
ciegos al avance de la carretera doble pista y de espalda a las últimas
ofertas de internet. Decirle que mejor se tome un avión, o un bus,
o que arriende una camioneta tal como lo hice yo, y que tenga buen viaje.
Entonces ella respira hondo, traga saliva y lanza:
-¡Oh!, que horror. ¡Mi guía de viajes está mala!
Aquí dice que sí funciona. Mmm... Qué desperdicio,
es una estación guapísima y un paisaje muy lindo para hacerlo
en tren. Pero bueno, no me amargaré... ¿Crees que el tren
vuelva a funcionar otra vez?
-Bueno, eso dicen.
Juan Pablo Meneses es
periodista chileno. Sus crónicas de viajes se han traducido al
portugués (O'Globo), al francés (Courrier) y al alemán
(Frankfuter Rundschaum). Recientemente ha publicado el libro de crónicas
Equipaje de mano (Planeta, Chile, 2003).
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