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julio
- agosto 2002
Nº 91/92

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La agresividad femenina
Adolf Tobeña
La discusión en torno a la violencia contra
las mujeres pasa por alto otro tipo de agresión: la que ejercen
ellas mismas. Aunque de diferente rango e intensidad, está cada
vez más presente en la sociedad occidental. ¿Es una cuestión
de orden biológico?¿Qué injerencia tiene la cultura?
En el siguiente artículo, el catedrático Adolf Tobeña
matiza el problema.
La hembra humana no es un animal benigno. Aunque sabe
prodigar una ternura y abnegación admirables que derivan, en primera
instancia, de su andamiaje interno como individuo reproductor y amamantador,
acarrea unos resortes combativos nada despreciables. En los envites entre
mujeres o en las cuitas con el otro sexo, la agresividad femenina despliega
una versatilidad y una eficacia que no tiene mucho que envidiar a los
hombres. Ocurre, sin embargo, que suele pasar mucho más desapercibida.
En realidad, los individuos de sexo masculino acaparan
de una manera tan ostentosa la crónica de las brutalidades cotidianas
y de las atrocidades más o menos ocasionales que a menudo parece
como si la violencia femenina fuera muy tenue o inexistente. Como si las
féminas estuvieran manifiestamente infradotadas para el comportamiento
dañino. Y no es así. Hay que constatar, en primer lugar,
que las cifras comparativas de los incidentes lesivos en función
del sexo son taxativas: en el registro de homicidios, de asaltos con violencia
física y de robos con intimidación suele haber nueve hombres
protagonistas por cada mujer. Esa desproporción de nueve a uno
se repite en todas las sociedades humanas tanto si han alcanzado un grado
avanzado de desarrollo como si todavía funcionan mediante fórmulas
muy primitivas de organización social. Y rigen, asimismo, tanto
para los episodios que conllevan penas de prisión como para los
que se limitan al altercado o la trifulca sin consecuencias ulteriores.
Hay, por consiguiente, una gran distancia en la proclividad dañina
de ambos sexos aunque se descuente la influencia de las violaciones sexuales,
un ámbito lesivo donde el monopolio masculino es incontestado.
Violencia cotidiana y soterrada
La enormidad de esa diferencia oculta, sin embargo, la
contribución femenina a la combatividad social. Y no me estoy refiriendo
con ello al olvido de incidentes de gran resonancia protagonizados, de
vez en cuando, por mujeres (los casos de terroristas o mafiosas destacadas,
de torturadoras profesionales, de asesinas en serie, de adolescentes que
han martirizado a compañeras hasta la muerte o de madres que han
infringido padecimientos salvajes a sus hijos), porque esos episodios
caen de lleno en el diez por ciento que comentábamos hace un momento.
Aunque bien es verdad que el recuerdo sesgado de que hacen gala los humanos
puede llevar a pensar a muchos que la proporción dañina
diferencial entre hombres y mujeres debe rondar el 99/1, o el 999/1, en
lugar del 9/1 que registran los datos más sólidos.
Intento referirme aquí a otros fenómenos
que tienen una presencia mucho más regular en la violencia cotidiana.
Así, por ejemplo, las oleadas de homicidios conyugales tienen últimamente
una repercusión tan notoria que en algunos momentos parece incluso
como si el goteo de esposas asesinadas por sus maridos llevara visos de
alcanzar proporciones epidémicas. Aunque en esas bajas domésticas
los porcentajes incriminatorios son también claramente superiores
para los hombres, la distancia entre los dos sexos es mucho menor de lo
que cabría suponer de hacer caso al voceo mediático. En
cifras norteamericanas de la década de los noventa, el sesenta
y dos por ciento de las muertes conyugales fueron debidas a los maridos
y el treinta y ocho por ciento a las esposas. En España, los datos
equivalentes dan una proporción de un setenta por ciento de maridos
homicidas y un treinta por ciento de esposas homicidas. Por tanto, la
despropor- ción sigue siendo alta pero no tan apabullante como
la comentada al inicio.
Un cerebro mejor equipado
Por otra parte, cuando se registran con detalles suficientes
las agresiones cotidianas de "baja intensidad", en la vida familiar
las mujeres se suelen llevar la palma en diversas medidas. En habilidades
combativas como los desplantes y los sarcasmos, las burlas y los gestos
insidiosos, las conductas negativistas o la desatención vejadora
hay predominancia de la agresividad femenina. Esos últimos datos
concuerdan muy bien, por cierto, con otros muchos que han podido constatar
una clara superioridad femenina en las aptitudes más características
de la inteligencia social. Esa ventaja la presentan las muchachas desde
la infancia o la adolescencia más temprana y la saben administrar
a lo largo de toda la vida adulta. Parece ser que las mujeres tienen un
cerebro bastante mejor equipado que el de los hombres para leer los sentimientos
de los demás y aprovechan esa superioridad para lastimar, cuando
así conviene, recurriendo a dardos verbales o gestuales que impactan,
de lleno, en la línea de flotación de la autoestima del
contrincante.
Ahora bien, en las cuitas entre hombres y mujeres debe
contrastarse esa diferencia en habilidades cognitivas con la desproporción
en poderío físico entre los dos sexos. Las mujeres tienen,
por término medio, un corpulencia inferior en un diez por ciento
a la de sus congéneres masculinos. Esa es una desventaja muy notoria
que viene dada por la construcción de base y que muy probablemente
ha jugado un papel determinante en el reparto de roles a lo largo de la
evolución de nuestros ancestros. Ahora cuenta menos gracias a eso
que muchos se empeñan en negar (el progreso de la tecnología
social moralizante), pero sigue siendo relevante porque en circunstancias
de litigio grave, la asimetría en fuerza física puede conferir
una ventaja radical. De ahí que los varones recurran con más
frecuencia a la violencia física mientras que las mujeres deben
recurrir a otras tácticas lesivas. En las cuitas entre mujeres,
sin embargo, aunque las sutilezas de la combatividad femenina aparecen
con todo lujo de ardides, no es excepcional que la escalada de paso al
ataque físico (el "hooliganismo", por ejemplo, es común
en jugadoras y aficionadas en los torneos de fútbol femenino así
como en otros entretenimientos gimnásticos).
Diferencias combativas
Hay, pues, diferencias sustanciales entre la combatividad
masculina y la femenina. Los hombres se apuntan a las tácticas
combativas que implican violencia física con mucha mayor asiduidad
que las mujeres. El mecanismo que sustenta esa diferencia mayor es la
distancia en el armamento físico y temperamental que tienen a su
disposición, de manera natural, los dos sexos. Por el contrario,
en las tácticas que implican combatividad verbal, gestual o indirecta
(la dirigida a los intereses, el estatus o la imagen de los rivales),
los rendimientos andan muy igualados y en algunas habilidades las mujeres
superan claramente a los hombres.
Esas diferencias en combatividad no pueden asignarse,
al menos por el momento, a una organización peculiar y distintiva
para los dos sexos en las estructuras que conforman el núcleo del
cerebro combativo. Por lo que sabemos, las regiones neurales encargadas
de vehicular las salidas agresivas no presentan diferencias entre los
dos sexos. Hay que indicar, sin embargo, que se trata de unas áreas
y engranajes primitivos del cerebro afectivo que son de difícil
acceso y que no han sido abordados todavía con las técnicas
más resolutivas de neuro-imagen o las de neuromorfología
regional para detectar organizaciones diferenciales en función
del sexo. Donde sí hay diferencias sexuales es en el armamentario
neuroendocrino que actúa en esas regiones para modular su funcionamiento.
Me refiero a las sustancias que, procedentes de la periferia corporal
o elaboradas en el propio cerebro, trabajan en aquellas regiones neurales
para facilitar o inhibir los impulsos competitivos o los brotes agresivos.
El protagonismo de las hormonas
Las hormonas sexuales son los primeros protagonistas a
tener en cuenta. Los andrógenos actúan como facilitadores
de la combatividad y la dominancia, y las cifras circulantes son muy diferentes
en hombres y en mujeres aunque presenten una enorme variabilidad dentro
de cada sexo. Ya se tienen datos bastante firmes que confirman que las
mujeres dadas a la combatividad física, la dominancia y las actividades
que conllevan riesgo presentan unas cifras androgénicas peculiares.
Es decir, que las féminas de temple más ambicioso y temerario
poseen un sesgo endocrino andrógino a pesar de la ausencia de glándulas
testiculares. Por otra parte, las oscilaciones hormonales prototí-
picas del ciclo menstrual generan una reactividad distintiva y cambiante
en el estado de ánimo, que se acompaña de variaciones del
umbral de irritabilidad ante los percances cotidianos.
Y la cosa no acaba ahí, por supuesto. Hay otras
muchas sustancias que modulan las salidas agresivas, promoviendo o frenando
la combatividad. Las hormonas de alarma/estrés (eje ecorticoideo,
adrenalina, noradrenalina, vasopresina) juegan un papel muy relevante
en los envites competitivos y hay diferencias sexuales consistentes. Así,
por ejemplo, existen datos sólidos que señalan que las adolescentes
con una conducta reiteradamente disruptiva no sólo comparten con
los chicos más rebeldes un incremento en los perfiles testosterónicos
sino unas cifras consistentemente bajas de cortisol (la hormona diana
del estrés). Por otra parte, las diferencias sexuales en el funcionamiento
serotonérgico u opioideo central están siendo mapeadas con
precisión y deben tener su influencia en los estilos competitivos
de ambos sexos. Hay multitud de evidencias que las relacionan con la modulación
inhibitoria de la agresividad. Y todavía hay más. Los niveles
de oxitocina modulan la proximidad y dependencia afectivas y eso implica,
de ordinario, una potente restricción para las expresiones agresivas.
Comienza a haber evidencias, asimismo, de que la vasopresina central es
un inductor agresivo presumiblemente relacionado con la posesividad celosa
en los animales que presentan fusiones de pareja. Por lo tanto, el empeño
en dibujar unos perfiles neuroendocrinos que sustenten los rasgos de agresividad
distintiva, en hombres y en mujeres, ofrece ya una cartografía
practicable.
Cultura y biología
Es probable que al llegar a este punto (o quizás
mucho antes), más de uno se haya preguntado con suspicacia creciente:
¿Todo depende, al fin y al cabo, de las prescripciones y modulaciones
internas de orden biológico? ¿Debemos reducir las diferencias
en el talante combativo entre hombres y mujeres a una descripción
pormenorizada de las cascadas neuroendocrinas? ¿Dónde quedan
las infuencias de la cultura patriarcal, de los estilos educativos distintivos,
de las desigualdades y los "techos de cristal" discriminatorios
en las sociedades "igualitarias", etc.? Pues sí, ese
es el mensaje: las diferencias sexuales en combatividad deben enraizarse,
en primerísimo lugar, en los engranajes neuroquímicos porque
no hay frontera más nítida que el sexo en la diferenciación
biológica. No sólo hay un cromosoma entero a su servicio
sino un vasto cortejo de señales moleculares dedicadas a la construcción
de unas morfologías externas y unos dispositivos internos meridianamente
distintos. Y eso incluye el cerebro, lugar donde se cuece la expresión
de un rasgo tan conspicuo del carácter como la agresividad.
Decíamos al principio, sin embargo, que la mujer
no es un animal benigno. Y no lo es aunque esté archidemostrado,
en todo lugar y circunstancia, que sus estilos combativos ocasionan muchísimas
menos bajas que los de sus congéneres masculinos. Las influencias
culturales tienen, no obstante, una potencia insoslayable porque pueden
alterar esa morbilidad diferencial. Usaré dos ejemplos. Los datos
de los últimos años vienen registrando una ligerísima
pero consistente tendencia al alza de la combatividad femenina en todos
los frentes, que amenaza con erosionar aquella relación de 9/1
a favor de los hombres más dañinos. El dato es incipiente
pero en las agresiones que conducen al encarcelamiento aquella despro-
porción está mermando hasta acercarse al 8/2. Esa superior
presencia femenina en la combatividad más exigente habrá
que asignarla a variaciones culturales que permiten que emerja una malignidad
soterrada por las constricciones sociales.
Guerra con mujeres
El otro ejemplo se refiere a prácticas guerreras.
Durante la última Intifada algunas organizaciones palestinas han
incorporado a la mujer a la táctica de la inmolación homicida.
Eso es una novedad. Es curioso que lo hagan frente al primer ejército
moderno, el israelí, que asignó a la mujer tareas ordinarias
de vigilancia y combate. Pero el estupor no cesa porque se trata de una
táctica bélica excepcional también para los hombres,
aunque tenga una larga tradición. Cuando todo el mundo andaba preguntándose
cómo es posible que unos muchachos acepten el siniestro destino
de convertirse en despojos ungidos a la metralla, en medio de un mercado
o de una cafetería, surgieron dulces muchachas en flor dedicadas
a esos menesteres. Cosas de la tan reverenciada cultura, ¿o quizás
no?
Adolf Tobeña
es catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma
de Barcelona.
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