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septiembre
2000
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música Nueve razones para escuchar a los clásicos ¿Tecno, house, funk o trip-hop? Aún hay quien prefiere estar al día escuchando a los clásicos. En 1998, la editorial Penguin y la discográfica Polygram encargaron a reconocidos intelectuales la redacción de un breve ensayo sobre su obra predilecta. De este modo se unieron Kazuo Ishiguro y Chopin, Arthur Miller y Beethoven o Douglas Coupland y Bach, entre otros. Los textos resultantes enmarcaron los álbumes de la colección Penguin Music Classics hasta la desaparición de Polygram. Lateral ofrece la serie completa: una perfecta guía a seguir para futuras elecciones musicales. KAZUO ISHIGURO ARTHUR MILLER STEPHEN JAY GOULD DOUGLAS COUPLAND TOBIAS WOLFF EDMUND WHITE JOSEPH HELLER WILLIAM BOYD JOHN FOWLES
KAZUO ISHIGURO Hace poco atravesé un período durante el que le preguntaba a cuanta persona se me cruzara: "¿Cuál considera usted la música más triste del mundo?". Esta pregunta, incitada por una investigación para un proyecto cinematográfico, despertó respuestas sorprendentemente pasionales y empezó a cobrar vida propia. El buzón de casa empezó a llenarse de grabaciones, decenas de desconocidos llamaban para decirme que sabían de mi inquietud y se ofrecían a ayudar. Me enviaban desde adagios de numerosas sinfonías hasta grabaciones de Blind Lemon Jefferson o la cinta de Blow the Wind Southerly cantada por Kathleen Ferrier; algunos se inclinaban por la música sufí, otros por los cantos gregorianos o el fado de Lisboa. Pasé dos días sentado en un cuarto del Archivo Nacional del Sonido de Londres, mientras un archivista me abastecía grabación tras grabación de las distintas músicas folclóricas que él consideraba posibles candidatas. Pocas resultaban no tener una larga historia de sufrimiento detrás, no haber sido compuestas en medio de la opresión, el exilio, la guerra, el hambre. Así y todo, después de unos cuantos minutos de escuchar, me encontraba moviendo la cabeza y diciendo: "No, no es lo suficientemente triste. Quiero algo realmente triste". Mientras escribo esto, mi búsqueda continúa; debo encontrar la música que, sin lugar a dudas, sea la más triste del mundo. Pero el trabajo realizado hasta ahora me ha conducido a una idea reveladora: la música que intenta abrazar la tristeza, que aspira a enterrarse en ella, se encuentra destinada a carecer de verdadera tristeza. La música verdaderamente triste es por lo general celebratoria de la superficie, incluso festiva: música de personas intentando alejar el dolor, sumergiéndose por un momento en las alegrías pasajeras de la vida. Entre toda esa música folclórica, me resultó curioso cuán recurrente era esa cualidad en distintos bailes. Pero una vez dentro de los dominios de la música, volvía una y otra vez al piano de Chopin. Descontando la notable excepción de su Marcha fúnebre, es difícil encontrar en Chopin un pasaje de tristeza lúgubre. Trabajando casi siempre con géneros de baile el vals, la polonesa, la mazurca, Chopin nunca negó la exuberancia natural en ellos. Sin embargo, sus valses raramente evocan galas suntuosas; yo imagino, en cambio, a una pareja solitaria bailando en una casa desierta, sabiendo que deberán despedirse una vez que termine la música. Del mismo modo, sus maravillosos nocturnos, aunque siempre desbordantes de un anhelo romántico, nunca dejan de anticipar la desilusión. Y sus polonesas militares están siempre apoyadas sobre una nostalgia por la infancia perdida, por una Polonia ocupada y recordada desde el exilio. Ésta es la tristeza que se encuentra en el borde de una sonrisa, la sombra pensativa que sigue al placer de estirar los brazos. Es la música que como los cuentos de Chéjov o las películas de Ozu celebra la vida sin poder olvidar su brevedad y su fragilidad. Todavía no he terminado el trabajo, pero Chopin encabeza mi lista.
EDMUND WHITE Cuando era un adolescente snob que despreciaba a los románticos, convencido de que la música se detenía en Bach y resurgía con Stravinsky, escuché una vez el Segundo concierto para piano de Tchaikovsky, antes de salir a comer con el solista. Era un pianista célebre e interrumpió uno de mis mordaces comentarios sobre el compositor ruso diciendo: "¿Pero no se da cuenta de que fue el orquestador más versátil y sutil de todos los tiempos, sólo igualado por Berlioz? ¿Y qué me dice de sus ingeniosas voces debajo de las melodías, tan complejas como toda la polifonía barroca que usted tanto admira?". De pronto, mis prejuicios se disolvieron y pude oír el genio de su música expresiva. Me convertí de por vida. Ese aprecio por su música se vio profundizado cuando supe que Tchaikovsky había sido homosexual. Durante los cincuenta la década más conservadora de la historia norteamericana contemporánea, mientras nadie se atrevía siquiera a susurrar la palabra homosexual, los gays nos abocábamos a confeccionar una lista de los grandes homosexuales de la humanidad. Aunque la versión oficial de su vida, auspiciada por Hollywood, lo pinta como un genio atormentado por el amor no correspondido de su mecenas, madame Von Meck, una mujer a la que nunca llegó a conocer, ahora sabemos que la causa de su tormento era su homosexualidad, compartida con su hermano Modeste (la correspondencia entre ellos se encuentra repleta de referencias a sus gustos sexuales prohibidos). Recuerdo haber oído el carácter especial de la Patética dentro de ese contexto: ¿acaso no le había confiado Tchaikovsky a su hermano: "Ésta es nuestra sinfonía"? Si esto realmente era música gay, no me sorprendía que fuese tan trágica, por lo menos durante los cincuenta, un período durante el cual la mayoría de los escritores gay terminaron en la locura o en el suicidio y las parejas de hombres luchaban tanto contra sus impulsos naturales como contra la persecución de la sociedad. Por todo eso, en esta música compuesta por Tchaikovsky poco antes de su muerte en 1893, a los cincuenta y tres años, se oyen a la vez su último testamento y su réquiem. Lo que también escucho en esta sobria y terrible sinfonía quizá porque Tchaikovsky compuso los primeros grandes ballets de la historia, o simplemente porque soy un adicto al ballet es la música que evoca una coreografía dramática. Los cambios de humor en el primer movimiento, entre el lamento de la apertura y la dolorosa dulzura del segundo tema, se nos aparecen como imágenes sobre un escenario: un joven marchito, moviéndose de un lado a otro, hasta que su compañero, un hombre mayor, lo hace bailar casi en el aire durante un largo y etéreo adagio. Este pasaje silencioso, descendiente, es interrumpido por uno de los momentos más dramáticos de la literatura sinfónica: el repentino y ensordecedor estruendo del desarrollo. Imagino hordas con antorchas en alto irrumpiendo desde ambos lados del escenario para agobiar a los amantes. Este contraste y la elaboración del primer movimiento terminan siendo una instrumentación tan dolorosa que deja su estigma en todo lo que sigue: una marca grabada a fuego sobre la carne tierna de esta obra. |
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